De malas intenciones estuvieron repletos los colegios electorales
Este domingo no me asombró que los colegios electorales estuvieran vacíos, como nuestras mesas y nuestras posibilidades, y tampoco me asombró la desidia de quienes ahí trabajaban
LA HABANA, Cuba. – No todos los domingos traen el descanso y el amor. Hay domingos tremendamente pesados, como esos que el Gobierno cubano dedica a trabajos no pagados. Difícilmente los domingos en Cuba consiguen la resurrección. Nuestros domingos son comunistas, de trabajos voluntarios, de “elecciones”. Y elegir es tremendamente pesado, y triste, sobre todo porque el poder se empeña, incluso, en dar tintes de trascendencia a lo que solo es una farsa electorera.
Una elección en Cuba siempre tiene tintes de trascendentalidad, acá nada es normal. Aquí se hace difícil decidir qué platos se pondrán sobre la mesa, incluso cuando no se tiene más que una vajilla incompleta, disfuncional. Una mesa bien servida podría reconciliar, al menos en algunas ocasiones, a las familias más discordantes. Una mesa con diversidad de platos aproxima a los miembros de esa familia desigual, sobre todo porque se ha atendido a las diferencias, a las diversidades de esa familia.
La mesa bien servida ofrece muchas posibilidades de elección, pero lleva algo de atención, se precisa del buen juicio y de un gusto educado, entrenado. No es lo mismo elegir entre dos platos que entre ocho, pero peor es cuando la elección se reduce a uno, cuando la diversidad se reduce, cuando desaparece, cuando te sientas a la mesa y descubres que hay un solo plato, ese que te exime, ¿te libera?, de hacer una decisión, una elección que hasta te ahorra tiempo. ¿Te ahorra tiempo?
En esas esas circunstancias, lo más probable es que quedes inconforme, y sobre todo mal servido, y hasta podrías agarrar una tremenda ingesta. Resulta que la falta de diversidad en la mesa hace menos atractivo el almuerzo, la cena, porque la imposibilidad de elegir se vuelve, impúdicamente, un cero, y un cero a la izquierda.
La no elección nos priva de reconocer, de descubrir, esas increíbles y fantásticas sensaciones que agradan al paladar y sobre todo al dueño de ese paladar. Y yo tengo esas certezas porque sigo siendo un miembro de ese ejército al que me gusta llamar “de paladares atrofiados”, y también me llegan esas certidumbres porque he leído, y con devoción, a Brillat-Savarin y su Fisiología del gusto, y también el Sírvase de inmediato de MFK Fisher.
Ambos libros están repletos de posibilidades, de sabores y de gustos muy diversos, y solo cuando se enfrentan todas esas posibilidades se puede hablar de una buena elección. Lo terrible es que cuando no hay mucho que elegir, o cuando alguien elige por nosotros y perdemos el apetito, desaparece el deseo de sentarnos a la mesa, porque no tuvimos la posibilidad de elegir, y elegir bien.
Y algo parecido a esa desidia que acompaña nuestros acercamientos a la mesa fue lo que percibí durante esa enorme caminata que emprendí en la mañana de este domingo para husmear en los colegios electorales. Confieso que no me asombré ni un poquito cuando constaté que esos colegios estaban vacíos, como nuestras mesas y nuestras posibilidades, y tampoco me asombró la desidia de quienes trabajaban en esos “colegios electorales”.
Vi a los pioneros en el portal, lejos de las urnas, deseosos de que pasara el tiempo para poder hacer los juegos del domingo. Vi a los pioneros sentados y aburridos porque no había flujo de votantes, porque eran pocas las veces que, llevándose la mano a la frente, advirtieron que el elector concretó su voto, que votó; y otra vez al portal, otra vez al aburrimiento.
Y es que el comunismo es tan tremendamente predecible y aburrido que también vuelve obvios y aburridos a sus infantes, a esos niños que perdieron, irremediablemente su día de juegos y descansos, y todo el domingo, porque debieron advertir, mientras se llevaban la mano a la frente, que alguien: “votó”, “votó” “votó”, y así hasta el infinito, o al menos hasta la 6:00 de la tarde de su día de descanso y juegos.
Y también perdieron el domingo los miembros de la comisión electorera, y los guardias que, camuflados, espiaron el entorno y cualquier intento de sedición, y hasta la más mínima manifestación contraria a esa farsa. Yo no voté, pero anduve husmeando por el Cerro y algo de Nuevo Vedado. Y conseguí captar algunas imágenes de esos colegios electorales tan vacíos, los más vacíos desde que se inventara esa payasada del “Poder Popular”.
Y sí, todo es desidia; es desgano, es apatía, como también es espantoso comprobar que hay cubanos, aunque sean cada vez menos, que pierden su tiempo en esa farsa en lugar de empeñarse en cosas trascendentes, como podría ser un diálogo nacional en lugar de aceptar, disciplinadamente, el sumario de los tiranos.
Me pregunto si no habría sido mejor que nos pusiéramos a pensar en la comida del domingo, en la de cada día. ¿No habría sido mejor habernos quedado en casa leyendo a Brillat-Savarin para comprobar lo mal que nos alimentamos los cubanos, lo mal servidas que están nuestras mesas?
Yo desandé la ciudad y a la vuelta leí un poco de Sírvase de inmediato. Yo leí ese otro libro genial que, sobre comidas, escribiera MFK Fisher. Yo leí, y luego pensé en todo lo que no comí hasta hoy, en las grandísimas culpas que tienen los comunistas de mi mala alimentación, de nuestra enfermiza relación con la comida, y también pensé en esa farsa que son las elecciones de diputados a la Asamblea Nacional.
Yo salí a la calle para hacer fotos a los colegios electorales, y para salir a ese empeño escogí un pulóver que ahora, mientras escribo, todavía tengo puesto. Yo elegí un pulóver que dice “Lucky seven” (Siete de la suerte) y ya sabemos lo que para nosotros los cubanos significa el siete.
Y eso son esas elecciones de diputados, una triste mirada al siete, un acto perturbador, sobre todo para los que no aprendemos a elegir en serio, a exigir una elección en serio, y a provocarla, a conseguirla. Y es que los cubanos ni siquiera elegimos lo que vamos a comer. Elegir siempre tiene algo de trascendental, y quizá es por eso que cada vez que debo tomar decisiones importantes termino perturbado, sin importar mucho que se trate de algo tremendamente significativo o sencillamente trivial.
Las decisiones en Cuba asustan. Elegir nos aturde, nos horroriza, aun cuando la elección no va más allá de una camisa. Decidir en Cuba puede ser muy complejo porque todas las alternativas se tornan políticas, y a veces más. Deliberar y comprometernos tiene cierto aire de solemnidad, incluso en esos casos en los que la decisión y el compromiso no tengan nada que ver con asuntos trascendentes.
Para nosotros hasta el hecho de elegir una camisa gana cierto aire de ceremonia, como el trascendentalismo de comprar unos zapatos. Todo en Cuba es solemne, y aburrido. Decidir qué par de zapatos calzaremos tiene un aire de ceremonia, de trascendentalismo, y lo mismo si se trata de elegir una camisa, el nombre de los hijos o la concreción de un matrimonio.
Decidir va mucho más allá de los deseos y las apetencias, mucho más allá de la determinación del cuerpo y de la mente. Nuestras elecciones terminan siendo visibles y casi siempre explican la manera en la que enfrentamos las alternativas que se nos presentaron y sobre las cuales tenemos que decidir.
La elección es, al menos debía ser, una intervención en el futuro, y eso le aportaría cierta trascendencia. Nosotros simulamos elegir, y soportamos luego, sufrimos por no decidir. Sufrimos nuestras cobardías, la suerte del siete, la porquería del siete, la mugre del siete, porque no aprendimos a elegir, porque no defendemos la posibilidad de elegir.
CUBANET
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