El héroe y el traidor
“El proyecto de Bolívar y él mismo no eran infalibles. Oponerse a sus ideas y proyectos no puede ser considerado una traición. El desacuerdo de Páez no era con El Libertador sino con Santander, mientras el mayor incomodo de Santander no era con Páez sino con Bolívar. Es obvio que detrás de la mitología bolivariana está la cristiana tras bambalinas: solapar la nueva sobre la vieja ayuda a hacer digerible la más reciente en la psique colectiva. ¿Quién no ha vivido una traición?”.
Al acercarse a esta dupla es imposible no recordar el relato de Jorge Luis Borges intitulado “El tema del traidor y del héroe”, recogido en Ficciones, en 1944, libro que señaló su maestría. Resuenan en el texto Julio César apuñaleado en el senado, Shakespeare y Macbeth, Chesterton, la literatura en su esplendor, recogiendo el tema recurrente del héroe traicionado que, si no padeciese la traición en el proceso de formación de su mitología, habría que inventarla.
No se detiene Borges en Jesús en la cruz, cuya figura también forma parte del mito. Quizás no lo hace por ser demasiado evidente o por no formar parte de la literatura con la que el argentino trabaja, aunque en el prólogo de la Antología de la Literatura fantástica que preparó con Adolfo Bioy Casares, se tiene a la Biblia como una joya de la literatura fantástica. En todo caso, no esplende en el relato aludido la dicotomía Cristo-Judas, tampoco la reclamamos. Es probable que así sea porque la muerte de Cristo no fue obra directa de Judas, quien fue su intermediario, no su ejecutor. No obstante, ello no significa que la relación héroe-traidor no tenga lugar en la entrega de Cristo a los romanos por parte de uno de los suyos. Con frecuencia los ejecutantes del héroe no son sus autores intelectuales, sino los brazos efectivos de aquellos que comparten razones y voluntad de quienes han decidido su muerte.
Siempre, en la mitología del héroe y el traidor este último está entre los seguidores del primero, de no ser así no se teje el lienzo mitológico, se trataría de otro hecho. ¿El destino del héroe es morir por obra de quien lo traiciona? No siempre, pero para el mito latinoamericano que trabajamos sí es consustancial. Por eso a los cultores de la teología bolivariana les desespera su muerte y esgrimen sin pruebas que fue envenenado. Un héroe no puede morir en su cama de tuberculosis, abatido por los desperfectos de la respiración, como certificó el doctor Alejandro Próspero Reverend en Santa Marta. Un héroe para ser tal tiene que ser ejecutado por sus traidores, morir en el campo de batalla o en una acción propia de su prestigio, de no ser así: ¿Cómo decanta el mito?, ¿cómo se construye un culpable, cómo se traza la perfidia de una traición? Intentemos ver la anatomía de este mito en Simón Bolívar y sus dos presuntos traidores: Francisco de Paula Santander y José Antonio Páez.
Bolívar y sus dos presuntos traidores
Lo primero a preguntarse: ¿No estar de acuerdo con el héroe es traicionarlo? Por supuesto que no. Ocurre que en el desarrollo del mito se va creando una identificación entre el héroe y Dios, como la relación del feligrés con la divinidad, a la que adora obedientemente. No hay manera de amar a Dios si no se aceptan la totalidad de sus designios y se le entrega completamente. “Déjalo todo y sígueme” dice Jesús, igual Krishna.
La extrapolación de este vínculo de obediencia entre Dios y sus creyentes hacia el héroe y sus seguidores, es la que conduce a que el desacuerdo se transforme en traición, pero para que ello ocurra las cualidades del héroe han de ser tales que su inobservancia sea una suerte de pecado. Esta falta grave, a su vez, es de tal magnitud que sólo puede ser tenida como la peor de las faltas: la traición. Recordemos que el héroe es a los efectos de sus adoradores una figura divina. Es decir, infalible.
En el caso de la “traición” de Santander y Páez a Bolívar el tema es todavía más complejo, ya que entre los dos subalternos del héroe la tirantez fue creciendo a tal punto que la enemistad primaba sobre la simpatía. No eran socios con un adversario en común. Comenzaron a interactuar en 1816, cuando Páez era el “amo y señor” de los llanos venezolanos y Santander el de los neogranadinos, y ambos formaban parte de la resistencia heroica contra los realistas, practicando la guerra de guerrillas contra el ejército de Pablo Morillo, mientras Bolívar tramaba en Haití el regreso al campo de batalla, después de uno de sus rotundos fracasos.
En el territorio liberado de Casanare se creó una República presidida por Fernando Serrano, con un ejército comandado por Francisco de Paula Santander. En Arichuna, el 16 de septiembre de 1816, ocurre un hecho sin precedentes y sin repetición. Los ejércitos de Páez y Santander se unen para fortalecerse y resistir a las embestidas de Morillo, que ha recuperado la mayor parte del territorio. El grado militar del cucuteño es mayor que el del llanero, pero la ascendencia sobre la tropa que tiene Páez se fundamenta en sus hazañas de guerrero: es un jinete inigualable y un lancero tenaz; mientras Santander combina en su personalidad al universitario con el militar. Páez es sólo eso: un llanero a caballo que no conoce derrota. Viene de vencer en las batallas de Mantecal y Yagual y sus hombres lo quieren como aun Dios que no yerra (lo llaman “Taita”, que significa Papá). Por ello proponen que se vote para determinar quién comanda el ejército unido. Las elecciones las gana Páez. Jamás en nuestra historia bélica un ejército había votado para escoger a su comandante; tampoco después, que sepamos, ocurrió algo semejante en el transcurso de la guerra. Pero si el hecho es insólito, también lo es la reacción de Santander: inteligentemente aceptó el resultado de la escogencia y pasó a recibir órdenes de Páez.
No estamos señalando que la animadversión que fue creciendo entre ambos, después de creada la República de Colombia el 17 de diciembre de 1819, tuvo su origen en este episodio de 1816, pero no ha debido ser fácil para Santander, un hombre educado en Leyes en el Colegio Mayor de San Bartolomé, en Bogotá (aunque no llegó a titularse), ser desplazado por un llanero sin instrucción alguna, cuya fuente de poder emergía de su relación con la tropa de igual a igual y de sus destrezas físicas. No ha debido ser fácil, decíamos, pero para el momento en que la distancia entre ambos se ensancha, a partir de 1826, los pequeños desencuentros han formado ya un caudal y este fue el primero.
De modo que los “traidores” de Bolívar no son socios que conspiran contra un jefe secretamente odiado, sino adversarios entre sí, por tantas razones como diferencias personales prosperaban entre ellos. No obstante, aparentemente abrigaban un desacuerdo común con un mismo personaje: Simón Bolívar Palacios. Decimos aparentemente porque el desacuerdo de Páez no era con El Libertador sino con Santander, mientras el mayor incomodo de Santander no era con Páez sino con Bolívar. De hecho, al Libertador le toca actuar de árbitro entre uno y otro. Santander le reclama a Bolívar que Páez no cumple las órdenes del Congreso de Colombia ni las suyas, y Páez le hace saber a Bolívar a través de Daniel Florencio O’Leary que en Venezuela manda él, sin que Santander pueda doblegarlo.
El Libertador decide viajar a Caracas en 1827 a poner orden. Santander espera que haga entrar por el aro de la Constitución a Páez, y este le hace saber que si lo intenta se desatará una guerra civil. Antes de montar en el caballo para salir de Bogotá rumbo al puerto de Honda, en el río Magdalena, le envía una carta amenazante a Páez. El 11 de diciembre de 1826. Afirma: “Contra mí el general Castillo se perdió; contra mí el general Piar se perdió; contra mí el general Mariño se perdió; contra mí el general Riva-Agüero se perdió y contra mí se perdió el general Torre Tagle. Parece que la Providencia condena a la perdición a mis enemigos personales, sean americanos o españoles, y vea Ud. Hasta dónde se han elevado los generales Sucre, Santander y Santa Cruz”. Pues, la verdad, esta vez el Libertador erró en sus predicciones: Páez ejerció el poder durante muchos años y murió de 83, en Nueva York, en 1873.
Bolívar y Páez entran a caballo juntos a Caracas en medio de la aclamación general, al Libertador no le ha quedado otro camino que aceptar el liderazgo del llanero. Lo de la guerra civil era en serio. La ofensa para el “Hombre de las leyes” es mayúscula. Bolívar se ha colocado al margen de la Constitución de Cúcuta, la de 1821, ha desautorizado a su vicepresidente Santander, ha respaldado al general Páez. Colombia está herida de muerte.
No decimos la “Gran Colombia” porque es una denominación que no existe. No hay un solo documento oficial donde se le llame así. La República se llamaba Colombia. ¿De dónde salió este nombre que se hizo vox pópuli y se asume como cierto? Pareciera que a la mayoría de los historiadores venezolanos les vino bien para señalar el período entre 1819 y 1830, igual a los historiadores colombianos, quienes distinguen entre estos once años y los otros. En todo caso, no estuvo jamás en el ánimo de Bolívar llamar a la República de Colombia de otra manera. De ella, Cundinamarca, Quito y Venezuela eran Departamentos, como se sabe.
¿Cuál fue la gota que colmó la copa entre Santander y Bolívar?, ¿cuándo comenzaron las diferencias entre Páez y el proyecto de integración colombiano del Libertador? De lo primero queda constancia por carta de Santander a Bolívar; la gota fue la redacción de la Constitución de Bolivia por parte del Libertador, en 1826. Allí su autor estampa la Presidencia Vitalicia y Hereditaria y, luego, pretende que en Colombia se acoja el mismo sistema monárquico. Por supuesto, la resistencia fue feroz, incluida en ella a Santander. Leamos lo que afirma el vicepresidente de Colombia, en carta del 6 de julio de 1826, en una misiva sin desperdicio. Dice:
“¿Quién es el emperador o rey en este nuevo reino?, ¿un príncipe extranjero? No lo quiero porque yo he sido patriota y he servido diez y seis años continuos por el establecimiento de un régimen legal bajo las formas republicanas. En mi posición, y después de que he logrado una mediana reputación, sería la mayor iniquidad traicionar mis principios y faltar a mis protestas. ¿El emperador es usted? Obedezco gustoso y jamás seré conspirador, porque usted es digno de mandarnos, porque nos gobernará según las leyes, porque respetará la opinión sana del pueblo, porque es justo, desinteresado, filantrópico, etc. ¿Y después de su muerte quién es el sucesor?, ¿Páez?, ¿Montilla?, ¿Padilla? A ninguno quiero de jefe supremo vitalicio y coronado. No seré más colombiano y toda mi fortuna la sacrificaré, antes de vivir bajo tal régimen”.
Cuidado con la sutileza santandereana: le dice que ha entregado su vida por fundar un régimen republicano, de modo que no puede aceptar a un Rey, salvo que sea el propio Bolívar. Un saludo a la bandera. Un inteligente sofisma del cucuteño. De hecho, fue el propio Bolívar quien lo bautizó con el lema con que se le conoce desde entonces en Colombia. En carta del 9 de febrero de 1825 a Santander, afirma:
“Cuanto más considero al gobierno de Ud. tanto más me confirmo en la idea de que Ud. es el héroe de la administración americana… La gloria de Ud. y la de Sucre son inmensas. Si yo conociese la envidia los envidiaría. Yo soy el hombre de las dificultades; Ud. es el hombre de las leyes y Sucre el hombre de la guerra”.
Cinco años después, cuando la guadaña merodea a Bolívar en busca de su cosecha, le escribe una carta memorable al fidelísimo general Rafael Urdaneta, desde Barranquilla, el 16 de noviembre de 1830, un mes antes de morir. Una carta que a muchos de sus seguidores reduccionistas les gustaría que no hubiera escrito. De hecho, no es de las más citadas. Allí afirma:
“Voy a escribir de nuevo sobre esto, rogándole a Ud. de paso que tampoco desoiga mis avisos en esta parte y que mejor es una buena composición que mil pleitos ganados: yo lo he visto palpablemente, como dicen: el no habernos compuesto con Santander nos ha perdido a todos”.
Es cierto, pero: ¿podía componerse con Santander sin descomponerse con Páez? No parece probable. De hecho, el Libertador quedó atrapado en este dilema y al optar por el llanero se le vino abajo “el castillo de naipes” de Bogotá.
Tres personajes disímiles
Los orígenes y formaciones de los tres personajes son disímiles. Bolívar es un mantuano heredero de una fortuna inmensa, la segunda más grande de la provincia de Venezuela (dueños de las minas de Aroa y de miles de hectáreas). La primera era la del marqués del Toro. Quedó huérfano de padre y madre siendo un niño. Su infancia pasó en manos de preceptores, tíos y hermanas, y es sabido que su carácter era difícil y a ratos colérico. No estudió en la Universidad de Caracas y, dados sus ingentes recursos, viajó por Europa, se codeó en las cortes y regresó casado a su hacienda de San Mateo, en donde se disponía a llevar vida de Señor cuando la esposa fallece y el horizonte se le abre como un abanico.
Desde que nació tuvo a su lado esclavos, dependientes, gente a su servicio y mucho dolor, mucha soledad. Cuando él mismo se definió como “el hombre de las dificultades” era cierto. Fueron muchas. Quizás por ello se empecinaba con creencias que lo conducían al fracaso, como el plan descabellado de enfrentar a Pablo Morillo en el centro de Venezuela, cuando lo lógico era hacer lo que finalmente emprendió: moverse a Nueva Granada y desde allá regresar triunfante a Venezuela, con recursos y tropas.
Las causas de su personalidad obsesiva están en su biografía, no hay duda de que la ostentaba. Señalemos dos ejemplos: fue depuesto del mando tres veces por sus compañeros de armas y regresó a detentarlo, con terquedad; creyó que el Centralismo era la panacea para la América española y se le fue la vida en eso, fracasando en su faceta republicana, no así en la guerrera. Creer que estaba destinado a mandar era su norte y que el Centralismo era su fórmula para detentar el mando, también lo era.
Santander, por su parte, provenía de lo que hoy llamaríamos la clase media cucuteña y luego bogotana. Su formación no ocurrió en Europa entre las cortes y los perfumes de París, pero cursó estudios formales en leyes en uno de los mejores recintos de la capital del Virreinato y, sin duda, la arquitectura coherente de una república no le era ajena. La conocía al dedillo, así como las fuentes liberales que inspiraban el proyecto republicano. Basta leer sus textos para comprenderlo. Acostumbrado al mando desde niño no estaba. Tampoco Páez, un hijo de un funcionario del estanco del tabaco que se tuvo que internar llano adentro huyéndole a una persecución judicial, y había crecido entre los peones de las haciendas.
De los tres, el que venía de más abajo era Páez, por eso fue el que creció más, el que experimentó la más honda metamorfosis. Aprendió a leer y escribir, fue civilista como el que más, siendo un llanero de a caballo y con lanza. Repuso al doctor José María Vargas en la Presidencia de la República, siendo su adversario, porque lo consideró su deber de caudillo militar respetuoso del juego republicano, cuando José Tadeo Monagas y Santiago Mariño le dieron un golpe militar a Vargas, el primero de nuestra historia. Aprendió a tocar piano, a cantar ópera, a disertar frente a los doctores y a gobernar. Su influencia en Venezuela comienza en 1816 y culmina en 1863. Fue el epicentro del país durante décadas. Su Autobiografía es una pieza indispensable para comprenderlo y entender el proceso independentista. Páez está muy lejos del estereotipo con que se le reduce, interesadamente.
Ni los orígenes, ni sus formaciones, ni sus entornos familiares son comunes entre estos tres hombres. Sólo los junta el anhelo de independizarnos de España, pero hasta ahí, ya que el modelo republicano que tienen en la cabeza, paradójicamente, es más parecido entre Santander y Páez (descentralizado, algo federalista), que entre ambos y Bolívar. Pero la razón suele ondear apenas como telón de fondo en estos dramas políticos que son, como sabemos, eminentemente pasionales. Regresemos a las causas de Páez.
Las diferencias con Páez son otras y vienen instigadas por la posición de los cabildos caraqueño y valenciano, donde se cocina un malestar: la condición departamental de Venezuela en la República de Colombia. Pero antes, recordemos las circunstancias, los desencuentros entre el vicepresidente Santander y el jefe Militar del Departamento de Venezuela, el general Páez, venían en aumento. A Páez le había molestado la designación de Carlos Soublette como Intendente, pero todavía más cuando se designó a Juan Escalona para sustituirlo. Era imposible que Escalona pudiera ejercer autoridad sobre Páez, que era el jefe natural y, para colmo, su enemigo. No obstante, Páez aceptó a regañadientes.
En diciembre de 1824 un grupo de hombres armados intenta hacerse del armamento que descansaba en Petare. De inmediato el general Páez interviene y los dispersa, mientras ordena juzgar militarmente a algunos prisioneros, cosa que al Intendente Escalona le pareció impropia, ya que Páez no dio aviso al Intendente ni a la Corte Superior de Justicia, obviando el orden constitucional. El reclamo era jurídico-procedimental. Así se lo hizo saber Escalona al gobierno en Bogotá y este le dio la razón, ordenándole al poder militar entregar al civil a los imputados, de acuerdo con lo pautado por las leyes, pero cuando esta comunicación llegó, ya Páez había indultado a los del intento de Petare. Primer desencuentro de la cadena.
El vicepresidente Santander pide autorización del Senado para un Decreto sobre Conspiradores y este lo autoriza, sancionándose el 17 de marzo de 1825. Casi de inmediato, la Municipalidad de Caracas le encarga al doctor Alejo Fortique un alegato jurídico reclamando la inconstitucionalidad del Decreto, circunstancia que viene a avivar aún más las diferencias entre el Poder Ejecutivo radicado en Bogotá y el de la municipalidad caraqueña. Otro desencuentro.
El comandante general Páez convoca el 29 de diciembre de 1825 a la población de Caracas para un alistamiento militar solicitado por el Poder Ejecutivo desde Bogotá, y pocos acuden a la cita, cosa que lo enervó y terminó increpando a la escasa audiencia, acremente. De esta circunstancia se valió el Intendente Escalona para solicitar ante el Ejecutivo la investigación de los hechos y sus posteriores sanciones. Esto hace el Ejecutivo ante el Senado y este suspende a Páez de sus funciones, y lo ordena comparecer ante el Poder Legislativo reunido en Bogotá, para explicarse y defenderse. Páez no acata la orden, mientras tanto, es sustituido por el general Escalona, lo que fue tenido por muchos venezolanos como una ofensa a su máximo líder militar y, a partir de entonces, articularon el desconocimiento a la medida tomada, colocándose al margen de la Constitución vigente.
Luego, la Municipalidad de Valencia, reunida el 30 de abril de 1826, argumentando que el pueblo había caído en un disgusto supremo como consecuencia de la separación del general Páez de sus funciones, y que esta circunstancia estaba por crear una crisis nacional, acuerda restituirle el mando a Páez. Este acepta el 3 de mayo por medio de una proclama, y el 5 de mayo la Municipalidad de Caracas reconoce la restitución del general Páez, sumándose a lo propuesto por la de Valencia. Estos hechos, que el pueblo denominó como “La Cosiata”, aludiendo a una obra de teatro que entonces se presentaba en Valencia en la que un actor declinaba el vocablo “cosa”, fueron de suma importancia, ya que en la práctica significaban el desconocimiento del Poder Ejecutivo radicado en Bogotá y el del texto constitucional.
El 14 de mayo de 1826 el general Páez jura ante la Municipalidad de Valencia cumplir las leyes y hacerlas cumplir, así como “no obedecer las nuevas órdenes del Gobierno de Bogotá”. La autonomía del Departamento de Venezuela siguió manifestándose y una Asamblea Popular reunida el 5 de noviembre de 1826 en la Iglesia de San Francisco, en Caracas, solicita, mediante voto popular, que se instaure: “El sistema Popular Representativo Federal, como se halla establecido en los Estados Unidos de la América del Norte, en cuanto sea compatible con las costumbres, climas y particulares circunstancias de los pueblos que forman la República de Colombia”.
Se exige la remisión del Acta al Libertador, a quien invocan como mediador de la solicitud. Luego, Páez señala por decreto la constitución de los colegios electorales el 10 de diciembre, y para el 10 de enero de 1827 la fecha de integración del Congreso Constituyente. Estas posiciones del general Páez tuvieron resistencia, y muchos temían que se avanzara rápidamente hacia una guerra civil, como señalamos antes. Hasta aquí los hechos que originaron las disidencias en ambos “judas” de la teología bolivariana. Como vemos, son distintos.
¿Son irracionales sus oposiciones a Bolívar?
¿Son irracionales sus oposiciones a Bolívar, fundadas en la ambición política y en el pecado de la traición, como suele acusárseles? En lo más mínimo. La oposición de Santander a la Presidencia vitalicia y hereditaria es lo menos que puede hacer un republicano frente a las pretensiones monárquicas. De lo contrario, qué sentido tenía haber batallado por la Independencia. ¿La de Páez era absurda e irracional? Tenía fundamento y la clave está en lo que propone la Asamblea Popular caraqueña reunida en la Iglesia de San Francisco: “El sistema Popular Representativo Federal”.
Este sistema fue el que Bolívar jamás consideró para la unión de Cundinamarca, Quito y Venezuela, ya que lo dominaba un Centralismo extremo. Lo curioso es que el Federalismo se implantó en Estados Unidos con evidente éxito, pero Bolívar creía que no era posible entre nosotros: le tenía terror a la anarquía y a la lucha de partidos (“Cuando cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”).
De modo que ahora sí tenemos entre manos las simplificaciones mitológicas al día: hay un “proyecto perfecto” concebido por Bolívar (la unión colombiana) a la que se oponen dos “judas”, fundados en sus ambiciones personales.
Uno: Es evidente que el proyecto estaba muy lejos de ser perfecto. Más aún: estaba condenado al fracaso desde el comienzo, al igual que la fallida Constitución de Bolivia de 1826. La prueba es que en cuanto el poder unánime del Libertador dejó de ser tal, se vino abajo la integración. Estaba sentada sobre su prestigio, no era fruto de un proceso de convencimiento de los pueblos participantes, sino una manifestación de la voluntad de un hombre providencial.
Dos: No es cierto que Bolívar no tuviera ambiciones personales. Las tuvo en tal grado que impuso su voluntad por encima de consideraciones profundas; basta recordar la entrega del general Francisco de Miranda en La Guaira a Monteverde a cambio del salvoconducto a Curazao y, también, el fusilamiento de Piar, del que confiesa el propio Libertador a Luis Perú de Lacroix en el Diario de Bucaramanga que se trató de una muerte necesaria para la consolidación de su mando unívoco.
Tres: Las ambiciones de Páez y Santander por ejercer el poder eran tan legítimas como las de Bolívar.
Cuatro: Es evidente que la idea de la Presidencia vitalicia y hereditaria es un contrasentido. Tanto es así que el propio Bolívar desecha la proposición de erigirse como monarca, como en efecto no pocos bogotanos se lo propusieron.
En pocas palabras: el proyecto de Bolívar y él mismo no eran infalibles. Oponerse a sus ideas y proyectos no puede ser considerado una traición. No obstante los múltiples esfuerzos de muchos autores por desenmascarar el mito desde las atalayas de la razón, el mito sigue allí, como el dinosaurio del relato de Augusto Monterroso.
Es obvio que detrás de la mitología bolivariana está la cristiana tras bambalinas: solapar la nueva sobre la vieja ayuda a hacer digerible la más reciente en la psique colectiva. Pero cuidado, intentar arrancarle las vestiduras al mito del héroe y el traidor en estas figuras históricas no supone señalar que la traición no existe. Por supuesto que sí, tan existente como frecuente es, que todos sabemos de qué nos están hablando. Pasa todos los días. Por ello su identificación es inmediata: ¿Quién no ha vivido una traición? La frecuencia de su ocurrencia la hace moneda común y comprensible para todos.
El punto en la coyuntura histórica latinoamericana que trabajamos es otro: Santander y Páez no traicionaron a Bolívar. Disentían de algunos de sus proyectos republicanos, jamás lo hicieron durante la etapa de estratega guerrero del Libertador, cuando quedó demostrada su supremacía y voluntad omnímoda de poder, clave para la victoria en una guerra. Estaban en su derecho los “judas”. Sólo puede considerarse la disidencia como traición desde una profunda enfermedad del ego, desde la patología de un ego hinchado o, también, desde la ignorancia que, por cierto, suele ir de la mano con los desenfoques del ego. ¿Era ese el caso de Bolívar, el de un ego enfermo, desproporcionado? Rindió muchísimas pruebas de comprender las razones del otro durante toda su vida. Su humildad es tan profunda como su autoestima, su ecuanimidad tan honda como sus reacciones emocionales.
Conviene recordar que Bolívar cometió ingentes errores durante la etapa guerrera, señalados y enumerados mil veces y en la posterior republicana, también. Pero en esta etapa de constructor de Estados, su formación es más precaria y las intuiciones del estratega militar sirven menos. Aquí se topó con la formación de los doctores de Bogotá, Caracas y Valencia, cuyas cabezas visibles fueron Santander y Páez.
Además, no pudo resolver una contradicción flagrante: alcanzó la libertad de España, fundó repúblicas, pero desconfiaba del talante de los ciudadanos para gobernarse federalmente y, siempre, apeló al centralismo autoritario. Tan es así que en el disparadero en que lo pusieron Santander y Páez, optó por levantar el brazo del líder natural de Venezuela, en contra de la Constitución. ¿Podía hacer otra cosa? No. Era, irónicamente, un reconocimiento del Federalismo y las imposibilidades prácticas del Centralismo, pero jamás lo reconoció. Era muy difícil que lo hiciera. La coherencia de su pensamiento centralista es de una pieza. Comienza a expresarse en el Manifiesto de Cartagena, el 15 de diciembre de 1812, donde le atribuye la causa de la pérdida de la República a las complicaciones democráticas del Federalismo de la Constitución venezolana de 1811, y concluye con su proclama testamentaria el 10 de diciembre de 1830, en la Quinta de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta.
Hace diez años, en un taxi que nos llevaba de la Carrera Séptima con Jiménez de Quesada hacia el norte de Bogotá, el conductor nos dijo que el país había comenzado mal desde que no le hicieron caso a Bolívar y lo traicionaron. Intentamos argumentarle en contrario con algunas razones, nada logramos, salvo la ira del taxista. Al bajarnos del vehículo, el conductor estaba seguro de haber llevado a dos traidores en su mínima cápsula amarilla. ¡Ave María!
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