Jennifer Rudas. Semana de Nos, 8-2023
Era mi deber no dejar solo a ese niño
En el 10mo semestre de la carrera de medicina, a Jennifer Rudas le tocó cumplir una guardia en el servicio de ginecología y obstetricia de un hospital del oriente de Venezuela. Allí, una noche, llegó una mujer embarazada a punto de dar a luz. Pero apenas tenía 20 semanas de gestación, es decir, apenas unos 5 meses.
ILUSTRACIONES: CARLOS LEOPOLDO MACHADO
Curtis Means nació en julio del año 2020, con solo 21 semanas y 1 día de gestación. Y, contra todo pronóstico, sobrevivió. El hospital donde atendieron el parto, y en el que estuvo internado hasta que cumplió los 9 meses, celebró su 1er cumpleaños con alegría. En 2021, le otorgaron el Récord Guinness como el bebé más prematuro del mundo en sobrevivir.
“Claro, Curtis no nació en Venezuela”, pensé al leer la noticia que me compartieron por un grupo de WhatsApp. Y pensé en mucho de lo que yo había vivido. En 2018, antes de aquello, yo cursaba el 10mo semestre de medicina en la Universidad de Oriente. Las rotaciones (prácticas médicas de siete semanas de duración en distintos hospitales) me emocionaban. Era la posibilidad de encontrarme con lo que haría el resto de mi vida. Ginecología y obstetricia eran de mis especialidades favoritas. En ese servicio presenciaba el momento de mayor vulnerabilidad de las mujeres, y sentía que era mi deber proteger a mis pacientes. Escuchar sus historias, sus decisiones, sus arrepentimientos y sus alegrías era un honor increíble. Mi abuela materna decía que para entender la historia de otras personas “hay que verse en su espejo”.
Yo las veía y me veía a mí misma.
La rotación me hizo ver cómo era en verdad el ejercicio de la medicina. Los residentes que eran responsables de nuestra formación debían atender también su propia carga laboral y no tenían descanso. No había suficiente personal en ese hospital del Oriente del país. No había horario de descanso ni lugar para hacerlo. Cualquier expectativa de descanso era apabullada por las burlas de los superiores. Por otro lado, la inseguridad acechaba en todas partes. El centro médico tenía poca iluminación. Las puertas tenían llave y candado, y cualquier tarea sencilla se convertía en un complejo trámite burocrático.
La guardia en el servicio de ginecología y obstetricia era un campo de guerra. Los olores a líquido amniótico, sangre y demás fluidos corporales son inconfundibles. Posiblemente era más intenso por la falta de un protocolo de limpieza estricto. Los estudiantes solemos ser asistentes administrativos del residente. Nos encargamos, por ejemplo, de tomar los datos de los pacientes. Nuestro aprendizaje en esa etapa era autodidacta y por observación: si teníamos suerte y la sala de espera no estaba a reventar, algún residente nos explicaba y nos permitía practicar.
Entre el consultorio de emergencia y las pacientes había una reja. Esta se abría y cerraba para dejar pasar a los pacientes que necesitaban atención de emergencia, y para solicitar insumos, una tarea reservada a los estudiantes. No se permitía el ingreso de acompañantes.
Una noche de guardia recibimos a una pareja que estaba en espera. El esposo de la paciente debió esperar tras la reja. Siempre me hizo sentir mal tener que seguir esa regla y profundizar, sin querer, la sensación de vulnerabilidad de las parturientas. Una de mis compañeras tomó los datos de la mujer y examiné sus signos vitales mientras escuchábamos su relato. No era primeriza y ya pasaba los 30 años, había notado que estaba perdiendo líquido y acudió a la emergencia. Al hacerle el examen físico, uno de los residentes determinó que presentaba ruptura prematura de membranas. Tenía apenas 20 semanas de gestación.
El parto parecía inminente.
Después del examen físico, lo que seguía era un eco obstétrico, pero no pudimos hacérselo. Había un solo equipo y demasiadas pacientes. La sala de parto había sido remodelada recientemente y contaba con pisos y paredes de porcelanato, así como con camillas nuevas y aire acondicionado. Había equipos para monitorear el bienestar fetal, pero estaban siendo usados.
Todos estábamos ocupados en muchas cosas al mismo tiempo: los estudiantes ayudaban con las historias médicas, solicitaban insumos, informaban a los familiares sobre el estado de las pacientes, buscaban camilleros, llamaban a los especialistas si era necesario. Los informes y demás documentos se hacían a mano, con bolígrafo, y no había la posibilidad de cometer errores ni hacer enmiendas. Los residentes y estudiantes debíamos llevar nuestras propias hojas blancas. Había consecuencias para quienes no cumplían las reglas. Por ello, podíamos recibir castigos como guardias los sábados y domingos y exclusión de prácticas quirúrgicas. Estábamos sometidos a mucho estrés y poco descanso; es decir, la mesa estaba servida para cometer errores.
La situación de la paciente desapareció de mi mente unos minutos hasta que escuché gritos. Hubo un revuelo y, al acercarme, me di cuenta.
—¿Qué pasó? —le pregunté a una enfermera.
—Parió…
La mujer había parido sin querer y su hijo había caído dentro del inodoro.
En esas condiciones, las mujeres no deben ir al baño. Idealmente, las asistimos para hacer sus necesidades en la cama usando un orinal. Su reposo debía ser absoluto. ¿Nos llamó y no acudimos? ¿Había muchos pacientes? ¿Fallamos en dar las indicaciones correctas? No lo recuerdo…
¿Cómo no la vimos en su trayecto desde la camilla al baño? ¿Estábamos tan ocupados cada quien en su tarea que nadie pudo verla y asistirla? Y si eso no hubiera sucedido, ¿el resultado sería diferente? No lo sé…
Una de las enfermeras de guardia se encargó de socorrer a la criatura. La sacó del inodoro y rápidamente cortó el cordón umbilical. Lo envolvió con trozos de campo quirúrgico para darle calor. Otros residentes atendían a la madre. La vi afectada. Era evidente que se trataba de un bebé querido, deseado, esperado. Sentí que todos estábamos en shock por lo que acababa de suceder.
Como por instinto, fui tras la enfermera, que corrió hacia la sala más lejana del servicio, donde pesó y midió al bebé. Era muy pequeño. Creí leer sus pensamientos: “No hay nada que se pueda hacer…”. Esto era nuevo para mí, pero me daba la impresión de que no lo era para los demás.
Era un bebé de sexo masculino, en malas condiciones generales, producto de una gestación de 20 semanas y a través de las marcas de los músculos en las diminutas costillas se evidenciaba el esfuerzo que hacía para respirar. Su piel roja violácea dejaba al descubierto algunas venas. No había prácticamente lanugo, el vello fino que suelen tener los recién nacidos. Su llanto no era enérgico, sino más bien un quejido suave. Sus ojos, sin pestañas, se abrían grandes mientras se esforzaba en atrapar bocanadas de aire. Me conmovió ver cómo, a pesar de su absoluta indefensión, se aferraba a la vida.
Fue un momento muy triste. No llegó el equipo de neonatólogos, pediatras e intensivistas corriendo con cánulas, equipos, máquinas, como suele suceder en las películas. Sentí un silencio profundo dentro de mí, mientras afuera continuaba el bullicio de un servicio que no se detiene.
Nuevas vidas continuaban llegando a este mundo.
La enfermera se fue y dejó al bebé en la balanza, entre los trozos azules del campo estéril, y yo me quede con él. Recuerdo la oscuridad de esa última habitación, al final del pasillo de la sala de partos, donde se arrumaban equipos llenos de polvo. Era un espacio que no se usaba con frecuencia y no recuerdo haber entrado allí de nuevo después de esa noche. Los recién nacidos solían ser llevados luego del parto al servicio de pediatría, o se quedaban con sus madres en las habitaciones compartidas de hospitalización.
Esperé unos minutos. Sentí que era mi deber no dejar solo a ese niño. Un par de veces, movidos por la curiosidad, entraron y salieron compañeros de la guardia. Había trabajo que hacer y nadie había notado mi ausencia.
Solo podía mirarlo mientras se quejaba. Respiraba tan fuerte como podía, y luego más lento, más lento, hasta que el movimiento se hizo imperceptible.
No tuve la fuerza de corroborar su muerte con mi estetoscopio.
Como una forma de consolarme, de vez en cuando pienso que quizá cuando me fui de esa habitación llegó la ayuda que necesitaba.
Según la directora del hospital, ese año, 2018, murieron 530 bebés en ese centro médico. En su mayoría, con condiciones de salud comprometidas por la desnutrición durante el proceso de gestación.
En un estudio realizado en Estados Unidos a principios de los 2000, se determinó que el 30 por ciento de los fetos de 20 semanas de gestación o más y con menos de 500 gramos de peso nacían vivos y de estos un 11 por ciento sobrevivía al alta. Los sobrevivientes provenían de gestaciones de 24 semanas en promedio. Curtis, a pesar de ser de 20 semanas, logró sobrevivir y por eso el récord. No logro encontrar datos de estudios en mi propio país.
Es difícil comunicar lo que vemos y sentimos durante nuestra formación como médicos. Algunos colegas se conforman con ir tachando la cuenta de sus días. En el camino se va reforzando la fortaleza que debemos tener, la vocación y el deber que estamos obligados a mantener estoicamente.
Curtis Means está por cumplir 2 años de edad. El embarazo de su madre era considerado de alto riesgo obstétrico porque era de gemelos. El otro bebé murió pocas horas después del parto, su cuerpecito no resistió. Sin embargo, los médicos contaban con todos los recursos y los medios para ayudarlos a sobrevivir.
Claro, me digo una vez más, él no nació en Venezuela.
Al finalizar la rotación empecé a cuestionar si la especialidad de ginecología y obstetricia era para mí. Sería muy lindo decir que la experiencia me llenó de energía, esperanzas y fe en mí misma para lograr cambios que convertirían la experiencia de traer vidas al mundo el momento más feliz para todas las pacientes que tratase.
Pero eso no ocurrió.
Por el contrario, me sentí abrumada y presa de un sistema más grande, donde mi contribución valdría menos que nada.
Pasaron los años, seguí estudiando, pero la idea de lo inconsecuente de mi contribución a la vida y al bienestar de mis pacientes nunca me abandonó. Y esta historia pasó a ser una de las muchas que fueron abonando mi decisión de irme de Venezuela apenas me graduase. Ambas cosas ocurrieron en 2021: en marzo recibí el título de médico cirujano y en septiembre migré a Argentina. En este país espero convalidar mis estudios y ejercer medicina.
Aquí terminé de convencerme de que mi carrera vale la pena, que luchar por las personas vale la pena y soñar con cambios vale la pena, aunque no sepas cuándo o si alguna vez esos cambios llegarán.
Después de todo, se trata de la vida humana.
Esta historia fue producida en el curso Medicina narrativa: los cuerpos también cuentan historias, dictado a profesionales de la salud en nuestra plataforma formativa El Aula e-nos.
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