Era todavía estudiante de medicina cuando, en una de sus primeras guardias, suturando una herida en la cabeza de una mujer indigente, Nathali Arismendi se pinchó el dedo. Semanas después de ese accidente laboral, comenzó a tener fiebre y los ganglios inflamados. Una prueba de VIH dio positivo. Pero ella estaba segura de que era un diagnóstico erróneo.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
¡Pensar acerca de la enfermedad! —calmar la imaginación del inválido, de manera que al menos no deba, como hasta ahora, sufrir más por pensar en su enfermedad que por la enfermedad misma—
eso creo, ¡sería algo! ¡Sería mucho!
Friedrich Nietzsche, Aurora, 1881
Pensé en mí, a mis 4 años, en el preescolar, contenta con mi primer libro del cuerpo humano. Y a mis 6, jugando a auscultar a mis familiares con un estetoscopio de plástico. Nací para ser médico. Pero en ese momento odié mi carrera. Aborrecí a los pacientes. Quise tener otra vocación. ¿Por qué no fui administradora, como deseaba mi abuela? ¿O escritora, como mi abuelo pensaba que sería? Allí estaba, en una oficina lúgubre de un hospital, con dos de mis compañeras de clase, con la cara hinchada, roja de tanto llorar, oyendo una charla sobre el virus de inmunodeficiencia humana (VIH).
No había vuelta atrás. Me acababan de diagnosticar.
¿Por qué me pasaba eso a mí, si ni siquiera tenía pareja ni había iniciado relaciones sexuales? “¡Qué injusto!”, pensé.
Era comienzos de 2009. No recuerdo el mes. Sé que iba por la mitad de la carrera de medicina. Semanas atrás, había llegado al hospital a las 7:00 de la noche, con mi uniforme nuevo y un estetoscopio de verdad, eufórica y contenta por mi primera guardia. Estaba cursando la materia de cirugía en el 6to semestre. Se suponía que ya sabía lo básico para tener contacto con pacientes. Al llegar, nos reunimos mis compañeros y yo para presentarnos con los especialistas y residentes de turno. Algunos nos iban dando indicaciones sobre qué cosas podíamos hacer. Nos sugerían que estuviéramos dispuestos a aprender sobre cualquier procedimiento que se requiriera para practicar y tener pericia.
Con otros compañeros, fui a una sala de la emergencia a la que le llamaban “quirofanito”, un espacio pequeño, insalubre, con paredes y pisos salpicados de sangre y otros fluidos. Olía a óxido, orina y pus. Había camillas también sucias. Y una mesa de acero inoxidable con cajas de hilos y pinzas de sutura, productos de asepsia, sondas y otros insumos médicos.
Un residente de cirugía estaba atendiendo a una mujer que acababa de llegar al centro. La paciente olía a alcohol etílico, tenía la ropa rasgada y sucia, como si se hubiese arrastrado en un lodazal. Tenía la cara cubierta con su cabello, pues le estaban limpiando una herida en la parte de atrás de la cabeza.
Nos impresionó la cantidad de sangre que brotaba. Tanto, que una de nuestras compañeras de repente cayó al piso, desmayada, por lo que otros dos tuvieron que cargarla y llevarla a nuestra área de descanso para que se recuperara, mientras el residente se reía de lo que acababa de ocurrir. Nos dijo a las dos que seguíamos allí que nos pusiéramos guantes para que aprendiéramos a suturar.
Me indicó que tuviera cuidado. Yo estaba asustada. Aunque sabía la teoría, era la primera vez que manipulaba una pinza de sutura y no sabía cuánta presión debía hacer para que se abriera y cerrara; y era la primera vez que tenía la sensación de atravesar la piel humana con una aguja. La paciente parecía vivir en la calle; no sé cómo la admitieron en el hospital, porque no traía documentos. Decía llamarse Carolina. Informó que había participado en una riña y que le habían dado un cachazo. En estado de ebriedad, no lograba quedarse tranquila. Por eso, en mi tercer intento de introducir la aguja en su piel, me pinché el pulgar de mi mano izquierda.
“Accidente laboral”. Primera vez en mi vida que escuchaba esa frase. Me indicaron que me retirara los guantes y que me lavara las manos. Debía notificarle al jefe de enfermería de turno para que me evaluara, me diera un tratamiento y algunas indicaciones. “¿Por qué tanto escándalo?”, pensé. Me quedé callada, tenía miedo de que se burlaran de mí por exagerada o por mi torpeza en mi primer intento de suturar.
Aproximadamente un mes después empecé a sentirme enferma. Tenía fiebre alta y ganglios inflamados (sentía protuberancias como pelotas de golf en mi cuello, cerca de mis orejas y en mi zona inguinal). Me preocupó su tamaño y lo dolorosos que eran. Una compañera decidió hablar con una de nuestras profesoras que trabajaba también en un centro de epidemiología, y le comentó sobre mi “accidente laboral”. Lo hizo porque en esos días de mi primera guardia varios de mis otros compañeros habían pasado por situaciones similares a la mía y, al hacerle los estudios a los pacientes que atendieron, varios dieron positivo a hepatitis B y C.
La doctora me contactó y me sugirió realizarme una prueba de sangre, ella misma se ofreció a llevarme. Fui a regañadientes, pues en mi cabeza no encontraba ninguna relación entre mi malestar y mi “accidente laboral”.
Al día siguiente, recibí una llamada de la doctora, que era la jefa regional de epidemiología del estado Anzoátegui, en el oriente de Venezuela, donde yo vivía. Me pidió verla en las afueras del cafetín del hospital para darme los resultados. Y me dijo que fuera acompañada, así que acudí con dos de mis amigas. En verdad, no entendía el misterio.
Al llegar, la encontré en su vehículo. Ella me tomó de las manos y empezó a llorar. Me quedé con la mente en blanco y le pregunté qué pasaba.
—Hija, lo siento mucho por ti —me dijo—. Es una lástima que siendo tan joven, estudiante de una carrera tan bonita, y con un gran futuro, deba decirte que tu prueba dio positiva para VIH. Vine a buscarte porque debemos tomarte una muestra para un estudio llamado Elisa o Western Blot, que mandaremos a procesar en Caracas. Eso nos permitirá confirmar el diagnóstico, pero dudo que haya ocurrido un error, porque epidemiología suele manejar pacientes con este tipo de enfermedad y pocas veces se equivoca. Lo único que te voy a pedir es que no le digas nada a tus padres aún.
—Usted me está echando broma, eso no es verdad… —me reí.
—Hija, quisiera decirte eso, pero acá tengo el resultado para que lo veas tú misma.
Estaba en shock. Me quedé muda. Como por inercia, me subí al carro con mis compañeras y me llevaron nuevamente al laboratorio, donde las bioanalistas y asistentes me miraban con lástima, y le preguntaban a la profesora si yo era la muchacha del accidente laboral. “Pobrecita”, “Tan joven”, “Tan bonita”, “Empezando a vivir”, “Ni siquiera disfrutó”, “¿No tiene novio?”, “Que no se preocupe”. Decían cosas así, en voz baja, pero yo podía escucharlas.
—No llores —me dijeron finalmente—, ¿y qué vas a hacer?
Y entonces sí comencé a llorar.
Al instante, me llevaron con un infectólogo en el mismo centro. Me evaluó con detenimiento e hizo preguntas para tratar de discernir la razón del resultado. Me dijo que dudaba de lo que había arrojado la prueba y me explicó que la transmisión de VIH, hepatitis B y C por un pinchazo en un accidente laboral era menor al 2 por ciento. También me dijo que era difícil que un examen de laboratorio diera positivo luego de una exposición tan reciente. Y, sin embargo, me abrió una historia.
Al salir de su consulta, pasé a otra sala amplia en donde habían varios escritorios. Una enfermera estuvo “tratando de alentarme”: me empezó a dar una charla sobre cómo iba a ser mi vida como paciente con VIH, qué pruebas debía realizarme para mantener a raya la enfermedad, cómo evitar que mis familiares se contagiaran en casa, cómo cocinar, cómo iba a hacer para poder tener hijos, cómo tener relaciones sexuales disminuyendo el riesgo de contagiar a mi pareja, cómo debía ser mi higiene, qué alimentos debía comer para no perder masa corporal y fortalecer mi sistema inmune… Y me ofreció unos frascos de merengada proteica y unos medicamentos “retrovirales” muy fuertes y protectores gástricos, tratamiento que, según me dijo, debía iniciar al momento.
Y entonces fue cuando odié haber estudiado medicina. Y a los pacientes.
Minutos después, entró a la oficina un hombre de unos 40 años. Me pareció muy alegre, cortés. Al verme apocada, preguntó quién era yo y por qué lloraba. Se me presentó y empezó a hablar como si me conociera desde hacía mucho tiempo.
—No llores, mi niña, porque lo ocurrido no fue culpa tuya, fue un accidente, sé qué estás pensando, pero déjame decirte que odiar es malo, no odies la carrera tan bonita y sacrificada; no odies a los pacientes, ya que todos nacemos con una misión, y la tuya es servirles. No odies la enfermedad.
Lo miré en silencio, sorprendida por lo que me estaba diciendo:
—Déjame contarte que también soy doctor, y como podrás notar luzco saludable. Aunque no lo creas, al igual que tú, soy portador de VIH. Lo adquirí mientras recibía una donación de sangre por un dengue hemorrágico en el mismo hospital donde trabajo. Me enteré poco tiempo después de recuperarme, pero ¿qué podría hacer? Me enfoqué en el lado bueno. He vivido con esta enfermedad y pocos lo saben, así que gracias a Dios no me tratan diferente, y no te imaginas cuántos del personal de salud donde laboras tienen esa y otras enfermedades. Yo también estoy casado y mi esposa está embarazada. Ni ella, ni mi hijo que viene en camino, están contagiados. Me he cuidado y he mantenido mi carga viral baja. La clave está en tomar tu tratamiento. Por eso estoy aquí, buscando el mío. Es una enfermedad que baja tus defensas. La sociedad la ha asociado únicamente a malos comportamientos y transmisión sexual.
Tenía clases unas horas después. Regresé a la universidad con esas palabras dándome vueltas en la mente. No quería hablar con mis amigas, me dolía la cabeza y no dejaba de pensar. Tenía que esperar un fin de semana entero para saber el resultado de mis pruebas confirmatorias. Me senté en una escalera a llorar sola abrazando mis piernas y repitiendo que mi sangre estaba sucia. Pensé en abandonar todo y desaparecer.
Así transcurrió el fin de semana, y luego un lunes y un martes terribles para mí, pues los resultados se retrasaron.
Pensaba y rezaba.
Rezaba y pensaba.
El resultado llegó un jueves.
Me citaron una tarde en las áreas verdes en la entrada de mi universidad. Me comunicaron que fueron negativas las pruebas, me dijeron que debían hacerme otros estudios para descartar enfermedades que posiblemente habrían influido en ese falso positivo, además de repetir las que me acababa de realizar cada tres y luego cada seis meses.
Yo, entonces, sentí alivio.
Como si hubiera vuelto a nacer.
Terminé la carrera de medicina. Me volví a conectar con el amor hacia mi profesión. Soy ginecobstetra. De tanto en tanto, vuelvo a recordar aquella vez en que recibí un diagnóstico de VIH, y en las palabras que me dijo aquel doctor. En mi día a día es común ver a colegas negarse a atender a alguien que tiene el virus. He visto cómo algunas enfermeras condenan a personas a estar encerradas en cuartos de aislamiento al final de los pasillos de hospitalización. Allí se quedan, con el cuerpo caquéxico, sin que les proporcionen tratamientos a las horas indicadas, por el miedo de las enfermeras a contagiarse, sin que les entreguen comida y les aseen el cuarto, o sin estar acompañados por familiares que les huyen a su diagnóstico. He visto a pacientes embarazadas negando tener ese diagnóstico por temor a que no las atiendan. A pacientes que van a dar a luz sin tener los insumos de bioseguridad para realizarle una cesárea si lo requieren. A madres que abandonan a los recién nacidos en el hospital al enterarse de que les transmitieron la enfermedad.
Siempre me conmuevo ante esas historias que me llevan a repetir, como una oración, la frase: “Primum non noncere”. Primero no hacer daño. La norma más antigua en el desempeño de la medicina, es la premisa del juramento hipocrático. Toda persona es valiosa. Una enfermedad no define a nadie. Por eso, soy médico. Y estoy del lado de la vida. A eso me dedico, a traer gente a la vida.
Esta historia fue producida en el curso Medicina narrativa: los cuerpos también cuentan historias, dictado a profesionales de la salud en nuestra plataforma formativa El Aula e-nos.
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