María nos sostiene cuando estamos a punto de caer; nos levanta cuando hemos caído; nos lleva de vuelta, como una Madre amorosa, cuando nos equivocamos. San Bernardo nos dice que siguiéndola no nos perdemos. Un verdadero hijo de María no será engañado por el maligno, ni caerá en ninguna herejía formal, porque bajo la guía de María, no llega el espíritu maligno con sus ilusiones, ni los herejes con sus sutilezas.
Ella nos defiende y protege de nuestros enemigos, nos esconde bajo sus alas, como la gallina a sus polluelos. Nos rodea y nos acompaña como un ejército dispuesto para la batalla. Jamás un siervo que confió en María sucumbió ante la malicia, el número y la fuerza de sus enemigos. Ella intercede por nosotros ante su Hijo y lo apacigua con sus oraciones, y nos une a Él con un vínculo muy íntimo y nos mantiene cerca.
Cuanto más ganemos la benevolencia de esta augusta Princesa y fiel Virgen, más tendremos una fe pura en toda nuestra conducta, una fe pura, que hará que nos preocupemos poco por lo sensible y lo extraordinario; una fe viva, animada por la caridad, que nos lleve a hacer nuestras acciones solo por el motivo del amor puro; una fe firme e inquebrantable como una roca que nos hará estar firmes y constantes en medio de las tormentas y tormentos; una fe activa y penetrante que, como una misteriosa llave maestra, nos hará entrar en todos los misterios de Jesucristo, en los fines últimos del hombre y en el corazón mismo de Dios; una fe valiente, que nos haga emprender y llegar al fin de grandes cosas por Dios y por la salvación de las almas, sin vacilar; en fin, una fe que será nuestra arma todopoderosa que usaremos para iluminar a los tibios o que necesitan de la caridad, y finalmente una fe para resistir al diablo y a todos los enemigos de la salvación.
Por esta práctica, fielmente observada, darás más gloria a Jesucristo en el periodo de un mes que por cualquier otra, aunque más difícil, en varios años.
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