Un naufragio en Grecia que nos recuerda el de Libia
ROMA – Contemplamos con estupor una nueva catástrofe en el Mediterráneo, esta vez frente a las costas de Grecia. La cifra de ahogados aún sin determinar -los alrededor de 100 supervivientes hablan de más de 700 pasajeros a bordo- se sumará a la de casi 30 000 desaparecidos en este mar desde 2014, según datos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
Esos son únicamente los que alguien, familiares o amigos, reclamaron alguna vez. Las cifras reales serían mucho mayores.
La embarcación había partido de las costas de Libia rumbo a Italia, algo muy recurrente, pero sobre lo que pocas veces nos paramos a pensar. ¿Alguien se acuerda de Libia más allá de una simple frase de contexto tras una nueva desgracia en el mar?
Libia siempre fue un país de tránsito de África a Europa, pero hoy hablamos de algo de una magnitud inabarcable, y esto obedece a una razón muy simple: la línea entre las mafias del tráfico, las milicias armadas y los que ocupan los cargos políticos de mayor responsabilidad es casi indivisible. Libia lleva más de una década sumida en el caos.
Podía no haber sido así. Todos recordaremos aquel 2011 en el que Medio Oriente y el Norte de África se vieron sacudidos por una oleada de protestas contra regímenes perpetuados durante décadas. Transformado en una guerra abierta, el caso de Libia fue el más mediático. Durante los ocho meses que duró la guerra, aquel relato bélico que acaparó televisiones y periódicos por todo el mundo.
Fue así hasta el linchamiento del líder del país, Muammar Gadafi, en octubre de aquel mismo año. De la noche a la mañana, Libia desapareció de nuestras vidas tras desplazarse el foco del país abruptamente sin apenas tiempo para una reflexión sobre lo que vendría después.
El futuro más inmediato no parecía malo. En 2012, tras las elecciones presidenciales en Túnez y Egipto, Libia elegiría en julio al llamado Congreso General de la Nación, que tomaría el poder del Consejo Nacional de Transición, la entidad “paraguas” de la oposición durante la guerra.
«La ansiada estabilidad en Libia es clave para la región y sus gentes, incluyendo las del norte del Mediterráneo, pero el mundo sigue mirando hacia otro lado. Volveremos a recordar que los libios existen gracias a esa única línea de contexto tras la próxima catástrofe en el Mediterráneo central».
El entusiasmo que despertaban los comicios entre una sociedad a la que nunca se le había consultado nada dejaba una ventana abierta a la esperanza: a diferencia de lo ocurrido en los países vecinos, una coalición de partidos autodenominados “democráticos” y que decían compartir “una visión moderada del Islam” se impuso a los islamistas.
Pero la euforia duró hasta el verano boreal. Fue entonces cuando se produjeron los primeros ataques sectarios contra musulmanes sufíes, justo antes del asesinato del embajador de Estados Unidos. Las imágenes del consulado norteamericano ardiendo en Bengasi adelantaban lo que estaba por llegar.
La creciente inestabilidad desembocó en una nueva guerra que ya apenas nadie contó y, desde 2014, dos gobiernos se disputen el poder en Libia: uno en Trípoli, que cuenta con el respaldo de la Organización de las Naciones (ONU), y otro en Tobruk, en el este del país.
Hablando de la ONU, fue en otoño de 2015 cuando unos correos electrónicos filtrados al británico diario The Guardian desvelaron que Bernardino León, enviado de Naciones Unidas para Libia, había desempeñado su labor de mediador manteniendo una relación con Emiratos Árabes Unidos (EAU) que ponía en entredicho la neutralidad que se presuponía a su puesto.
Lejos de contribuir a un acercamiento entre ambas partes, la ONU solo contribuyó a demorarlo. Y la situación se enquistó.
Tras el escándalo del conocido como el “Leongate”, el diplomático renunció a su cargo y voló a Dubái en noviembre 2015, donde pasó a cobrar mil euros diarios como director de la Academia Diplomática de EAU. El silencio cómplice de gran parte de la prensa internacional ayudó a correr un tupido velo, y la ONU prometió una investigación que nunca llegó a ver la luz
En 2019, tras cumplirse un lustro sin que la balanza se inclinara hacia ninguna de las dos partes en liza, el líder del gobierno del este, el autoproclamado mariscal Jalifa Haftar -un antiguo miembro de la cúpula que aupó al poder a Gadafi y posteriormente reclutado por la CIA- lanzó una brutal ofensiva sobre Trípoli con la cobertura aérea y logística de los EAU.
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El avance hacia Trípoli fue muy rápido y los bombardeos sobre la población civil demasiado indiscriminados, tanto que Londres y Berlín alzaron la voz en un principio apuntando a “una agresión por parte de alguien que no había sido atacado”.
Europa iba a pedir a Haftar que reculara, pero Francia lo impidió haciendo uso de todas las herramientas diplomáticas a su alcance. Fue fácil, principalmente porque las elecciones parlamentarias de la Unión Europea de mayo de 2019 llenaron el parlamento del bloque de políticos que compartían la visión del presidente francés, Emmanuel Macron, sobre Libia.
Su entonces homólogo estadounidense, Donald Trump (2017-2021), llamó directamente a Francia y Rusia y les dijo que no quería ni a Egipto ni a EAU de enemigos. Washington también apoyaría a Haftar.
Recordemos, una vez más, es el de Trípoli el gobierno que respalda oficialmente la ONU, y también que este es un mundo multipolar en el que, además de Washington y Bruselas o Moscú, también intervienen Ankara, Doha, Dubái, El Cairo y Riad. Y aún nos dejamos alguno.
Libia tiene las mayores reservas de petróleo de África, además de agua fósil y enormes recursos minerales. Está muy cerca de Europa, cuenta con un potencial turístico enorme y también con una red de puertos con las que soñarían muchos.
Con una población que apenas roza los seis millones, descubrimos un país al que, si se le deja en paz, podría convertirse en un modelo de progreso y bienestar para toda la región. Pero no parece que algo así esté entre los planes de los que toman las decisiones.
Mientras a los libios se les arranca el futuro de sus propias manos, los sudaneses, los malienses, los somalíes, los nigerinos… todos aquellos que huyen de la guerra y la miseria seguirán atravesando un espejismo de país en su travesía hacia Europa.
La ansiada estabilidad en Libia es clave para la región y sus gentes, incluyendo las del norte del Mediterráneo, pero el mundo sigue mirando hacia otro lado. Volveremos a recordar que los libios existen gracias a esa única línea de contexto tras la próxima catástrofe en el Mediterráneo central.
ED: EG
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