Dialéctica de las sanciones (O el dilema del huevo y la gallina), por Rafael Uzcátegui
Twitter: @fanzinero
En las últimas semanas se ha intensificado el debate sobre las sanciones internacionales contra el gobierno venezolano. Cómo el apoyo abierto a las medidas coercitivas unilaterales en nuestro país se retribuye con cárcel y exilio, la conversación pública ha estado protagonizada por quienes manifiestan la imperiosa necesidad que sean eliminadas. Como defensor de derechos humanos, coincidiendo con la opinión del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos (Acnudh) y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), desde el inicio del llamado «Decreto Obama» hemos sido críticos de su eficacia y hemos alertado sobre sus impactos.
Pero siempre haciendo la distinción entre las sanciones financieras y las sanciones individuales contra violadores de derechos humanos, las cuales deberían mantenerse. Pero siendo honestos, la discusión no es sencilla y esta repleta de matices para tomar en cuenta, usualmente omitidos por las simplificaciones en redes sociales. Albert Camus decía que»“una política es, ante todo, una política bien informada». Hablemos entonces de las diferentes situaciones vinculadas al tema.
Como activista creo que ninguna ideología o táctica política justifica el sufrimiento humano. Y, teóricamente, sería de sentido común concluir que el impacto de estas medidas ha acentuado la grave crisis que ya existía en Venezuela para el año 2017, fecha en que Donald Trump emitió la Orden Ejecutiva 13.808, primera medida financiera contra Miraflores. Sin embargo, la dimensión de estas consecuencias es un imponderable.
Una razón es la absoluta opacidad estatal de los últimos años, que impide tener una real radiografía del funcionamiento económico desde el año 2014, cuando se desplomaron los precios internacionales del gas y del petróleo, sellando el fin de la llamada «década de los commodities», que permitió en toda la América latina extractivista importantes ingresos a las arcas oficiales.
Una segunda ha sido la mitomanía estatal, que ha convertido al delirio estadístico-propagandista en la principal y única política pública, como ejemplifica la aseveración, repetida mil veces como verdad, sobre la construcción de medio millón de casas nuevas por año, con todo y sanciones. Como lo demostró el informe del economista Manuel Sutherland, «Las sanciones económicas contra Venezuela: consecuencias, crisis humanitaria, alternativas y acuerdo humanitario» –autor que difícilmente pudiera calificarse como un fanático de la oposición criolla–, la no disponibilidad de medicamentos –que el gobierno adjudicó a la «agresión imperialista»– se debía, realmente, al millonario negocio de importación de fármacos creado en los años de vacas gordas.
En el año 2012 la importación se remontó a 3.410 millones de dólares, cuando para el año 1998, tiempos en que el chavismo se estrenaba en la silla presidencial, era de 222 millones de dólares. «El monto pagado por los medicamentos es completamente desproporcional a los fármacos que efectivamente llegaban al puerto», concluyó el científico social marxista. Entonces, lo que realmente hay para darse alguna idea del impacto son anécdotas sueltas, aquí y allá. Como por ejemplo el cierre de cuentas bancarias a ONG venezolanas por el llamado «sobrecumplimiento» sancionatorio. Ante la ausencia de evidencia verificable las secuelas pudieran ser catastróficas… o nimias, nunca lo sabremos con exactitud.
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Otro punto son los «tiempos» de las sanciones. La estrategia de aislamiento internacional basada en medidas coercitivas financieras, en cualquier parte del mundo, busca un cambio a corto plazo de la situación que las originó. Y poco dicen sus críticos que fue una herramienta alternativa de la comunidad internacional a la guerra. Cuando se alarga este plazo, el gobierno sancionado construye mecanismos para evadirlas, aquí y en Siria.
El propio Sutherland recuerda que, finalmente, sus consecuencias afectan más la población que a los gobernantes: «las élites logran amainar (o esquivar) los efectos adversos a un nivel mucho mayor que los ciudadanos más pobres».
Siendo así, la estrategia de sanciones financieras tenía mayor sentido en los años 2017 a 2019, cuando existía la expectativa de un cambio de régimen a corto plazo. ¿Cuál es la razón de mantenerlas cuando la estrategia de cambio ahora es de largo plazo? Soplemos la respuesta: por ser un mecanismo de presión a las autoridades. Hay que recordar que este tipo de medidas tienen un motivo: El quiebre de la institucionalidad democrática en Venezuela, una causa que lejos de resolverse se ha agravado.
Sin embargo, a pesar que la ausencia de democracia pudiera persistir en el corto y mediano plazo, la comunidad internacional está dando signos –dado los cambios en la geopolítica global– de su voluntad de normalizar las relaciones con el Palacio de Miraflores, independientemente de lo que pase en las elecciones del año 2024. Eso nos coloca ante la posibilidad que, por la vía de los hechos, las sanciones sean progresivamente eliminadas a partir del inicio de un nuevo período presidencial en el país. Por tanto, sería cuestión de tiempo que sean retiradas.
Michael Penfold, en una entrevista para TalCual, postula una hipótesis sobre la razón por la cual las autoridades quieren que eso ocurra justo ahora y no después del proceso electoral: «El chavismo tiene muy claro lo que necesita para poder emerger triunfante en un ámbito como el que se está dibujando actualmente en el país (…) Está un tema clave, que tiene que ver con el gasto. El chavismo necesita poder gastar en un contexto electoral, por eso han estado tratando de negociar de manera fuerte el levantamiento de las sanciones. El chavismo es una minoría importante, tiene 24% de aceptación en promedio de las encuestas venezolanas, pero para poder ganar con una tercera parte de los votos o con más del 30% de los votos necesita incrementar el gasto público de una forma sustantiva». Aquí estaría el detalle, según Cantinflas.
Agreguemos que para la Emergencia Humanitaria Compleja un día más son 24 horas de sufrimiento para gente con nombre y rostro. Y que independientemente de su instrumentalización política, lo que nos importa es que con ese dinero represado, pongamos por ejemplo los 3 mil millones de dólares del llamado «Fondo Social» creado en el diálogo de México, las personas puedan acceder a las medicinas o al plato de comida que hoy no tienen.
Los defensores de derechos humanos rechazamos el uso del dolor como mecanismo para el cambio político. Sin embargo, por la experiencia de dos décadas, nada certifica que ese dinero realmente llegue a las personas que lo necesitan.
Que las bolsas de comida o los medicamentos no «se queden por el camino», que sean sobrefacturados y de dudosa calidad, o que sigan siendo distribuidos de manera discriminatoria y vejando la dignidad humana (como el reparto de bolsas Clap en horas de la madrugada).
Pasemos al tema de la «eficacia»: Si bien es cierto que hay muchos ejemplos de cómo un régimen de sanciones ha sido inútil para promover el cambio político, esta aseveración excluye el ejemplo de la lucha contra El Apartheid en Sudáfrica. Luego del juicio y la sentencia contra los líderes del Congreso Nacional Africano (ANC), que incluyó a Nelson Mandela, y por la petición de decenas de activistas antirracistas, Naciones Unidas aplicó un régimen de sanciones contra Sudáfrica, que en 1985 motivó a las autoridades a declarar el «estado de emergencia en el país».
Incluso, organizaciones antirracistas promovieron el boicot contra empresas internacionales que continuaron negociando con el gobierno blanco asentado en Pretoria. Si bien las sanciones no fueron la única causante del fin de la segregación racial, sin ellas la lucha contra el supremacismo blanco no hubiera tenido el éxito que tuvo, el cual sigue resonando hasta nuestros días.
Pensemos ahora en sentido inverso: ¿Tiene éxito una política de cambio de un régimen autoritario que excluya las sanciones y apele exclusivamente al diálogo político y la llamada «estrategia de los incentivos»? La respuesta no es sencilla. Cuba es un ejemplo paradigmático de cómo, bajo un régimen autoritario, no ha servido una política de aislamiento y sanciones, pero tampoco una de normalización de relaciones y diálogo político. La comunidad internacional concluyó, a finales de la década de los 90, que su abordaje a la promoción de la democracia en Cuba no había tenido los resultados esperados.
Quien dio el primer paso fue la Unión Europea (UE), que en 1996 adoptó la llamada «Posición Común» (96/697/PESC) en la que declaraban que su estrategia no contemplaba promover un cambio mediante medidas coercitivas, por lo que iban a intensificar el diálogo y darle apoyo a la apertura económica. A pesar que Fidel Castro desestimó este viraje, el documento afirmaba que «A medida que las autoridades cubanas avancen hacia la democracia –vamos a– explorar mayores posibilidades para la futura negociación de un acuerdo de cooperación». En 2008 la UE retomó los contactos, y en el año 2016 se adoptó un «Acuerdo bilateral de dialogo político y cooperación» entre la UE y Cuba. La fecha no fue casual, pues ese mismo año Barack Obama visitaba La Habana, un gesto que generó todas las expectativas imaginables.
A pesar del viraje de la comunidad internacional, el VII Congreso del Partido Comunista Cubano, realizado poco después, ratificó el sistema de gobierno basado en el partido único, anunciando que eso de pluralidad política y derechos humanos no era con ellos. Hoy Cuba no es un centímetro más democrática de lo que era en el año 2015.
Ok, las sanciones no garantizan el cambio político. Pero el «diálogo» y los «incentivos» tampoco revelan el número premiado en el Kino. Todo dependerá de una suma de condiciones, la correlación de fuerzas y la interacción de los diferentes actores y sectores políticos y sociales.
Hay quienes apuntan que la existencia de «las sanciones», sin separar las financieras de las individuales, son un elemento de conflictividad que no permiten mantener un proceso sosegado de conversación con las autoridades que permita allanar la transición a la democracia. Lo que se omite en este argumento es que levantar las sanciones no disminuirá las razones para la controversia.
Como se recordará el Estado venezolano emitió una serie de bonos cuya deuda hoy supera los 60.000 millones de dólares más intereses. A esto habría que sumar la sentencia previa favorable a Cristallex, en tribunales norteamericanos, para cobrar el crédito generado por un laudo arbitral Ciadi (Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones) que condenó a la República de Venezuela a pagar 1.202 millardos de dólares como consecuencia de la expropiación de su inversión minera al sur de la ribera del Arauca tricolor.
La justicia estadounidense ha ordenado que las deudas se cobren mediante la liquidación de activos venezolanos en territorio del Tío Sam. Sin embargo, la Oficina de Control de Bienes Extranjero de los Estados Unidos (OFAC), hasta ahora ha ordenado congelar estos activos mientras las sanciones estén vigentes.
Por paradójico que suene, la «realidad real» es que las sanciones financieras están protegiendo los activos venezolanos de ser tomados por los acreedores, quienes se han convertido en el sector más ruidoso e influyente de la campaña por su levantamiento. Como estamos ahora sin sanciones habrá expropiación, y el nuevo demonio de la narrativa oficial será «la justicia imperialista». Santa disyuntiva, diría el joven maravilla.
El orden de los factores altera el producto. Para la comunidad internacional sí hay gestos democratizantes luego habrá flexibilización de las sanciones. Para el gobierno primero es el retiro de las sanciones y luego… pues ya se verá, pues no hay mensajes claros de lo que darían a cambio. El dilema de qué va antes: el huevo o la gallina.
Ratificamos: Seguimos siendo críticos de las sanciones financieras, y como activistas continuaremos abogando por una pronta flexibilización total. Pero no se puede obviar en qué contexto se inscriben, qué debería pasar para que se levanten y cuales serían las potenciales consecuencias de su retiro, que como vimos no todas son teóricamente buenas. Y si el juego parece trancado, es porque efectivamente lo está.
De la misma manera en que, en el momento en que escribimos esto, hay obstáculos de todo tipo para el regreso de la democracia y la vida con dignidad para todos los venezolanos y venezolanas.
Rafael Uzcátegui es Sociólogo, editor independiente y Coordinador general de Provea.
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