María Callas podría ser apresada en Cuba
María no es el centro del conflicto. El centro del conflicto soy yo: un "desafecto", un "gusano". La cosa es conmigo, la cosa es contra mí...
LA HABANA, Cuba. – Lo más probable es que ya escuchaba a María Callas cuando empezaron a tocar a la puerta de mi casa; quizá por eso no escuché, quizá por eso no respondí, y también porque mi abuela decía que no deberían hacerse dos cosas a la misma vez porque siempre se terminaba desatendiendo, al menos en algo, una de esas cosas que se hacían o que estaban por hacerse.
Lo más probable es que el policía ya había comenzado a tocar a la puerta de mi casa, pero yo escuchaba a María Callas en el rol de Medea, y hay pocas cosas mejores que María Callas. Y no se abandona a María Callas por que toquen con insistencia a la puerta, incluso si el que toca, impetuoso, es un policía.
Y desgraciadamente los policías en Cuba tocan a las puertas con muchísima frecuencia, incluso si reconocen que jamás son bienvenidos, que nunca se les quiere abrir la puerta. Y el policía insistió en sus toques a mi puerta y yo insistí en mi audición; es que no se abandona a María Callas porque un policía al que ni siquiera se le ha visto la cara, toque a tu puerta, y menos si no sabes para qué te busca, pero sospechas para qué te busca. Los policías, sobre todo en Cuba, nunca son bienvenidos.
Y después de esa tocadera sobre la puerta de mi casa decidí bajar, abrir la puerta para enfrentar al intruso que resultó ser un policía gruñón que me hizo saber que mis vecinos protestaban porque les resultaba muy molesta la música que yo escuchaba.
Y fue entonces cuando le revelé que yo escuchaba a la María Callas que ponía a Medea su voz. Y también le pregunté si alguna vez supo de la existencia de María Callas, si sabía alguna cosa de Medea.
Supongo que si el lector de estas líneas imagina la expresión del policeman, cuando le hice la pregunta, esbozará una sonrisita socarrona y después una carcajada. El policía me miró como si fuera un bicho raro. Su cara era la del pasmado, del que tras bañarse con agua muy caliente sale del baño y se enfrenta a una temperatura muy fría, friísima, y se enferma.
La cara del policeman estuvo a punto de sacarme una carcajada, una carcajada mayúscula, pero me contuve. Y es que puedo suponer la cara del cubano que supone a un policía que escucha por primera vez la voz de María Callas.
Nuestra Policía no es culta como decía Fidel, y por eso ese regusto mío en mencionarla. Y sí, yo le hablé al policeman de Medea y María Callas, y también de Luigi Cherubini y de un montón de cosas que él no entendió y tampoco despertaron su interés. Los policías cubanos son, generalmente brutos, eternamente insensibles. Y el policía dijo que tocó a mi puerta porque mis vecinos protestaron por aquella música que bajaba desde mi casa; y yo, en respuesta, enumeré algunas de las preferencias musicales de mis vecinos y de la enorme cantidad de decibeles que yo soportaba cada día, y luego volví sobre Medea.
Yo le hablé de Medea al policía, y de María Callas. Le hablé de un montón de cosas que no entendió y por la que no mostró interés alguno. Él dijo que tocó a la puerta para que apagara esa música y pusiera otra que no molestara a los vecinos, y también dijo que los reclamantes le parecieron honrados trabajadores revolucionarios que querían descansar con otra música, y fue entonces cuando sugirió el reguetón.
Y supongo que a estas alturas el lector tiene la boca abierta y los ojos en el suelo, y todo eso porque descree de lo que lee. El lector, supongo, debe haberse asombrado de que un policía recomiende a un ciudadano la música que debe escuchar, pero la verdad es que no debería aparecer ningún asombro, sobre todo si reconoce que está en Cuba, si recuerda aquellos años de “diversionismo ideológico”.
En Cuba se prohibió escuchar a un montón de intérpretes y cantautores. En Cuba se castigó a quienes escucharon, a pesar de las prohibiciones a un montón de cantores que podían ser cubanos o de cualquier rincón del mundo. Y esta vez sucedió algo parecido; el policía tocó a mi puerta para “sugerir” otra música que no molestara a mis vecinos.
El policía “sugirió” que atendiera a sus reclamos, más bien al reclamo de los vecinos, si quería seguir escuchando música en mi bocina, si quería permanecer en casa y, me advirtió, que en una celda no podría escuchar música, que a la estación de policías no podría llevarme mi bocina…, pero que él sí podría llevarse la bocina a la estación y, lo más probable es que no la viera nunca más, que nunca más escuchara esa música con ella.
El policía dictó, al menos a mí, lo que debía escuchar, y cómo lo debía escuchar. El policía dijo que María Callas no, como alguna vez dijeron, por razones diferentes, no a Celia Cruz, a Julio Iglesias, a José Feliciano y muchos más; con la diferencia de que algunos de esos prohibidos hicieron notar su aversión al comunismo, pero, hasta donde sé, María Callas no pensó jamás en Fidel Castro y menos en Cuba.
La Policía de Fidel dejó algunos precedentes que al parecer no se borraron, y hoy es vuelto a usar el disparate, no contra María Callas, no contra Celia y Julio, pero sí contra alguien que no comulga con “la música que ellos tocan”, y por eso terminan prohibiendo que yo escuche a María Callas.
María no es el centro del conflicto. El centro del conflicto soy yo: un “desafecto”, un “gusano”. La cosa es conmigo, la cosa es contra mí, es a favor de los chivatos del barrio que desprecian la voz de María Callas, y sobre todo a mí. Y en Cuba, una queja doméstica podría convertirse en política, y todo depende de quién sea el “infractor”, el decir, el “culpable”.
De nosotros los cubanos se dicen muchas cosas, pero una de las que más se repite es orquestada por nosotros mismos. Dicen que somos música, que somos, de entre todos los países, el más melodioso, y que todo eso tributa a favor de nuestra educación musical. Dicen tantas cosas que se agolpan unas a otras, y que muchas veces no son verdades, se dicen cosas que matan la verdad.
Mucho se molestó el policía cuando expliqué, y ponga el lector los ademanes, “que cuando escucho a María Callas en Medea la escucho a ella y a nadie más. “Esa música es insoportable y molesta a todos los vecinos”, dijo sin avergonzarse el policía vestido “de civil”. “Esa música molesta a los vecinos”, insistió más el policía, y yo sonreí recordando al Fidel Castro que se atrevió a decir que teníamos a “la Policía más culta del mundo”.
Los vecinos hicieron coro. Los vecinos chillaron. Los vecinos arguyeron que era insoportable la música que yo escuchaba, y que en Cuba el pueblo siempre tenía la razón; y yo le hice saber que en Cuba el pueblo no escuchaba todo lo que quería escuchar, y le recordé el nombre de algunos artistas censurados.
“El pueblo manda”, dijo el policía, y luego vino la sonrisa, el golpecito en el hombro y la propuesta. “Pon un poco de reguetón y quedamos en paz”. Así intentó negociar el policía, que también me aseguró que mis vecinos no eran de “La gran escena”.
Y finalmente, salió lo que ya esperaba. El policía dijo que yo estaba enredado en una “escribidera rara”, que nadaba en aguas turbias, en raras escenas políticas que resultaban comprometedoras, y volvió a insistir en el volumen de mi música, esa que solo se escuchaba dentro de mi casa, aunque el policía asegurara que podía oírse en todo el barrio.
Yo, intentando hacer la diferencia, le hice ver que: “Medea era lo bello musical que se me mete dentro”; eso fue lo que se me ocurrió decir al policía para defender mi derecho a escuchar ópera en el Cerro, y reclamo al lector que intente imaginar mis ademanes, esos con los que acompañé mi alegato de defensa.
Mi alegato, es cierto, tenía cierta pinta de “conjunción maricoipa” ―y ese término tan gracioso lo copié―; ese término lo usó en una noche habanera el escritor chileno Pedro Lemebel cuando quiso que le hiciera conocer el ambiente gay del Malecón habanero.
Mi alegato frente al policeman tenía que ver con mis deseos, con mis derechos, y también le conté que me encantaría tener la voz de María para cantar alto desde mi balcón. Si yo tuviera esa voz de María Callas otro gallo iba a cantar. Entonces iría a la plaza para gritar, por los altavoces, y en día domingo, mis tragedias. Yo cantaría unas tragedias tan trágicas como las de Cherubini, tan trágicas que haría probable la aparición de un sinfín de policías para hacerme saber, si entendieran los idiomas de la ópera, que no puedo cantar esas tragedias porque la Revolución es dicha y gozo, solo que el policía no lo diría así.
Si yo tuviera la voz de María Callas iba a cantar muchas tragedias en la Plaza, con esta voz con la que me martiriza Dios. Yo haría Carmen, yo haría Madame Butterfly, Aída, La Traviata, aun corriendo el riesgo de que apareciera un policía muy culto y me dijera que lo mejor sería un reguetón.
Si yo tuviera una gran voz iba a hacerles un cuento, pero mientras tanto uso la que Dios me dio para defender mi derecho a escuchar ópera en mi casa, en esa casa que está levantada en “el país más culto del mundo”, que eso nos lo dejó dicho el director de orquesta Fidel Castro. Si yo tuviera esa voz de María Callas haría un “cantodiscurso” en medio de la Plaza.
Si consigo esa voz de alguna forma, y en el tiempo que me queda, voy a empeñarme en hacer escuchar las óperas más largas; podrían ser Las bodas de Fígaro, quizá Rigoletto, y también podría hacerles el regalo de algo de esos rusos kilométricos. Yo seguiré poniendo la música que molesta a los comunistas del barrio. La próxima será la Khovanschina, de Mussorgsky. Yo seguiré poniendo mi bocina, y en lo adelante el volumen será más alto, para regocijo del “pueblo más culto del mundo”, que así lo dejó claro Fidel Castro.
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