Entre los santos está María por excelencia, Madre del Señor y espejo de toda santidad. En el Evangelio de Lucas, la encontramos comprometida en un servicio de caridad hacia su prima Isabel, con quien permaneció “unos tres meses” para ayudarla en la fase final de su embarazo. “Magnificat anima mea Dominum”, dijo con motivo de esta visita, es decir, “Mi alma exalta al Señor” (Lc 1, 46).
Así expresa todo el programa de su vida: no ponerse Ella misma en el centro, sino dejar espacio a Dios y encontrar a este, tanto en la oración como en el servicio a los demás. Solo así el mundo se vuelve bueno.
María es grande precisamente porque no quiere ser grande Ella misma, sino porque quiere hacer grande a Dios. Es humilde: no quiere otra cosa que ser la sierva del Señor (cf. Lc 1, 38. 48). Sabe que contribuye a la salvación del mundo no realizando su propia obra, sino poniéndose plenamente a disposición de las iniciativas de Dios.
Es una mujer de esperanza: solo porque cree en las promesas de Dios y espera la salvación de Israel, el ángel puede acercarse a ella y llamarla al servicio decisivo de estas promesas. Es una mujer de fe: “Bienaventurada la que cree”, le dijo Isabel (Lc 1, 45).
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