#OPINION Por Francisco Suniaga Desde el farallón: Manuel Rosales bien visto
“Cuando todos lo daban por muerto, se lanzó a las elecciones por la gobernación del Zulia y la ganó. Le critican que recibió a Maduro. ¿Eso lo convierte en colaboracionista?”
En todas las sociedades democráticas se denuesta y maltrata a los políticos. Tanto es así que, bien visto, no hay razón alguna para que el hombre común se dedique a un oficio que desacredita su condición humana, afecta su vida familiar, privacidad y lo somete a las presiones de fuerzas muy oscuras.
En Venezuela, como en casi todas las cosas, denigrar a los profesionales de la política se sale de escala y da para pensar que son gente con una vocación pastoral mal orientada (querían ser curas pero no eran católicos) o se trata de alguien muy torcido que encuentra su hábitat en los laberintos de un arte que tiene mala fama.
En décadas pasadas, antes del monopolio que, por la dinámica misma del desarrollo tecnológico, ejercen ahora las redes sociales, resultaba ya difícil entrar a esa diabólica arena de gladiadores.
Con su aparición, en particular el Twitter (ahora X), la política venezolana está cubierta por una suerte de atmósfera venusiana, mortal para cualquier espécimen. Nadie, absolutamente nadie, sale indemne de una pasantía por las redes.
En la política de antes, los adversarios tenían rostro, militaban en organizaciones conocidas y quienes se enfrentaban lo hacían mayormente por razones o posiciones ideológicas. Los comunicadores sociales tenían nombre y apellido y, aunque no se usara mucho, había derecho a replicar sus peñonazos. Eso cambió.
Desde hace poco más de un par de décadas, cualquier idiota con habilidades para manejar teclados digitales, es infinitamente más dañino que cualquier adversario enfrentado antes. Son capaces de inundar las redes con miles de mensajes negativos que pueden caer en segundos sobre el prestigio de algún político y se convierten en chapas que los destrozan.
Hay que tener una capacidad insólita para resistirlos, levantarse y reiniciar la marcha hacia el objetivo que orienta a quienes optan por la política como oficio: el poder.
En Venezuela, en cualquier caso, las chapas políticas han existido siempre. Jóvito Villalba jamás se pudo quitar de encima aquello de que le “vendió” a Pérez Jiménez su triunfo electoral en 1952. Gumersindo Rodríguez fue acusado de creador de un engendro que destruyó la economía venezolana y que se llamaba V Plan de la Nación.
Se cansó de repetir que había sido elaborado por la administración Caldera, que lo consideró un buen plan y se limitó a ejecutarlo. Escribió un libro solo para economistas (La gran Venezuela era posible) y jamás se le rebatió en términos técnicos.
A Carlos Andrés Pérez lo hicieron colombiano, y en la campaña de 1988 se empeñaron en acusarlo de querer entregarle a Colombia el golfo de Venezuela, en fin, ocurrió mucho.
El problema en estos tiempos son las redes sociales, que multiplican por millones un comentario o texto suelto en un contexto determinado y lo convierten en un baldón imborrable. Algo parecido le ha ocurrido a Manuel Rosales.
Desde mucho antes de las primarias, hay quienes han negado sus méritos para aspirar a la presidencia. Para hacerlo, han recurrido al descarte in genere, sin precisar evento o falta alguna.
“Tiene un arreglo con el chavismo”. “No es transparente”, “No habla con la verdad”. El último que se escucha es, “Es el candidato que Maduro quiere”.
En cualquier otra sociedad quizás valorarían que Manuel Rosales es un demócrata que enfrentó a Chávez en 2006 en una campaña heroica, hecha con las uñas y la desventaja de ser claramente la minoría. Logró, sin embargo, devolver a la oposición a la abandonada ruta electoral tras la catastrófica abstención de 2005.
Fue el primer gran enemigo singularizado por el chavismo y condenado con el mismo tipo de acusaciones y expedientes que han levantado contra otros opositores.
Estuvo años en un exilio forzado y entendió que la pelea había que darla aquí. Estuvo preso por más de un año antes de salir en libertad, como él mismo dijo, tras haber negociado con sus verdugos, como han hecho todos los que lo han logrado.
Cuando todos lo daban por muerto, se lanzó a las elecciones por la gobernación del Zulia y la ganó. Le critican que recibió a Maduro. ¿Eso lo convierte en colaboracionista? ¿Cuál es el problema si en su relación con la dictadura el tiene otro enfoque? Los resultados están a la vista.
Además no esconde su propósito: ha sostenido públicamente que no habrá transición sin negociación (y sin ganar las elecciones primero).
Escogió no participar en unas primarias en cuya organización su partido fue un gran factor. Ha apoyado la candidatura de María Corina Machado, y respeta la escogencia que hizo de su sustituta.
Insisten en criticar los modos y el acto mismo de haber inscrito su candidatura después de un debate interminable y a minutos de cerrarse el término. Lo tildan de traidor y deshonesto. Bien, ahí cabe una pregunta política:
¿Fue acertada y conveniente esa decisión? Pues pareciera que sí, porque si no lo hubiese hecho es obvio que estaríamos en peor situación.
La candidatura de MCM seguirá vigente mientras ella mantenga su lucha por doblarle el brazo a Maduro. Si lo logra, sin duda sería la candidata de la oposición, pero, mientras tanto y por si acaso, no es malo tener a Manuel Rosales inscrito oficialmente en el CNE.
Fuente: La Gran Aldea
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