Un tigre con alas
Allá por los lejanos años sesenta del lejano siglo veinte, cuando el correo electrónico era sólo uno de esos presentimientos futuristas, me escribía a menudo con Claribel Alegría, ella en Mallorca, yo en San José de Costa Rica. No nos habíamos visto nunca.
Existían entonces las cartas. Las de Claribel escritas en papel de seda color verde, con estampillas desde las que me miraba en sepia, verde, o gris, el rostro adusto de bigote recortado del Generalísimo Francisco Franco.
Su dirección tenía para mí una signatura misteriosa: C´an Blau Vell, Dejá, que llevaba hasta mi escritorio, en la penumbra de las eternas lluvias vespertinas del valle central de Costa Rica, el vago aliento de las islas Baleares de que hablaba Rubén Darío en su Epístola a Juana de Lugones.
Me invitaba a llegar a verla a aquel pueblo encantado, donde el poeta Robert Graves era su vecino, y en los veranos, desde su ventana, Claribel podía divisar a Julio Cortázar en la suya, un pueblo que me expliqué mejor cuando leí años después su relato Pueblo de Dios y de Mandinga donde se entra por una trampa de doble fondo a la cueva de Montesinos.
Su casa quedaba a la vuelta de un estrecho callejón de lajas, construida en piedra hacía más de trescientos años, con sus dos pisos comunicados por escaleras estrechas y empinadas, y coronada por una terraza que entre tiestos de flores miraba a la mole del Puig des Teix, que desde allí parece cercana a la mano.
En junio de 1969, cuenta Claribel, se hallaba junto con Bud Flakoll, su marido, dedicados a remodelar la casa recién comprada: “Estábamos asomados a un boquete en el segundo piso, que sería la ventana de nuestro dormitorio…serían las seis de la tarde. De pronto, vimos pasar por la calle, bajo nuestro balcón, a un viejo alto de largos cabellos blancos y con un sombrero de paja que le caía casi hasta los hombros. Vestía pantalones cortos y deshilachados y jugaba con una bolita de ping-pong.
“¿Es usted Robert Graves?”, cuenta ella que preguntó desde arriba. “Él alzó entonces su mirada azul: Sí, ¿y ustedes quiénes son? Lo invitamos a una copa de vino. Así nació esa gran amistad que duró hasta su muerte en 1985”.
El padre de Claribel, el doctor Daniel Alegría, un médico nicaragüense de Estelí, acérrimo partidario de Sandino, y por tanto acérrimo antiimperialista, se exilió en Santa Ana, El Salvador, por obra de la intervención militar en su patria, y allí se casó con la salvadoreña Ana María Vides. Hizo jurar a sus dos hijas, que nunca se casarían con un gringo. Fue lo primero que ambas hicieron.
Tras el triunfo de la revolución en 1979 Bud y Claribel se trasladaron a Managua, después de una vida trashumante, y desde entonces fuimos vecinos en el barrio Pancasán, que era el barrio de los poetas, porque allí vivían también Ernesto Cardenal, Daisy Zamora, Vidaluz Meneses, Gioconda Belli, y a la caída de la tarde nos sentábamos en la terraza de su casa bajo un frondoso mango, o en la mía, bajo las ramas de un marañón, ron en mano, a disfrutar de largas conversaciones.
Tuvo, solía ella decir, una matria, que era Nicaragua, y una patria, que era El Salvador. Nació en Estelí, en 1924, bautizada Clara Isabel, creció en Santa Ana, y murió en Managua en 2018.
Cuando apenas tenía seis años, apareció en Santa Ana José Vasconcelos, quien había llegado para dictar una conferencia en el Teatro Municipal. Fue él quien le profetizó que sería escritora, pero le advirtió que debía cambiarse el nombre; “Clara Isabel es muy hermoso, pero parece más el nombre de una abadesa. ¿Por qué no lo cambias a Claribel?”.
Diez años más tarde Vasconcelos la llevaría en México delante de don Alfonso Reyes para que el sabio juzgara sus poemas, y en 1947 el mismo Vasconcelos pondría el prólogo a su primer libro Anillo de Silencio. Y los poemas de ese primer libro habían sido elegidos por Juan Ramón Jiménez, su mentor durante los años en que ella estudiaba en Washington, y quien una tarde del año de 1945 la llevó a conocer a Ezra Pound, recluido para entonces en el hospital St. Elizabeth.
Juan Ramón fue guardando los poemas que Claribel le daba a leer, y apartaba los que mejor le parecían. Una tarde, Zenobia, su mujer, le anunció una sorpresa. “Sobre la mesita de centro había un legajo mecanografiado. Eran mis poemas”, recuerda Claribel. “Juan Ramón había elegido los que a él más le gustaron, hizo correcciones y se los dio a Zenobia para que los pasara a máquina”. “Tienes un librito”, le dijo él entregándole el manuscrito, “ahora debes encontrar dónde publicarlo”.
Roque Dalton, que era un inventor profesional, contaba que Claribel le había enseñado a bailar rumba en Praga, donde ella nunca había estado, ni conocía personalmente a Roque, más que por cartas; una pareja como Fred Astaire y Ginger Rogers girando en los infinitos escenarios cambiantes de los musicales de Hollywood a la luz de una falsa luna de papier maché.
Merecedora del Premio Iberoamericano de Poesía Reina Sofía en 2018, Claribel fue así mismo una narradora excepcional, como se refleja en Las cenizas de Izalco (1966), la novela escrita en colaboración con Bud, finalista del Premio Biblioteca Breve que ganó Vargas Llosa en 1964 con La ciudad y los perros.
En esta novela se cuenta la insurrección campesina de 1933 saldada con una feroz masacre que dejó 30 mil muertos en las aldeas indígenas de El Salvador, bajo la mano represora del dictador Maximiliano Hernández Martínez, uno de los personajes más siniestros del bestiario centroamericano.
En su poema Pandora dice Claribel: Aún podemos hacernos la ilusión/de transformar al mundo/en un tigre con alas/en un tigre amarillo/de ariscas rayas negras/sobre el que todos podamos cabalgar.
Celebremos en este centenario de su nacimiento al tigre con alas en el que cabalga Claribel Alegría.
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