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La tarde del 18 de febrero de 2014 le estaba realizando un examen de Derecho Internacional Privado a la sección 87 del quinto año de Derecho de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Universidad de Carabobo. Ese año lectivo fue muy intenso. Mi carga horaria era tan fuerte que permanecía en la universidad hasta las 11:00 pm. Además, las protestas estudiantiles sucedían casi a diario, tanto en el recinto universitario como en las calles. Los tiempos eran muy convulsos en el país. 

Cuando faltaba media hora para terminar el examen, comenzamos a sentir un fuerte olor a gas y escuchamos mucho ruido de gente que gritaba, mientras corría escapando de las bombas lacrimógenas. Los alumnos se percataron de la situación; sin embargo, insistieron en permanecer en el aula hasta terminar el examen. Casi de inmediato, uno de los vigilantes abrió la puerta del salón y nos dijo que teníamos que salir. Nadie quería hacerlo y muchos jóvenes discutieron con el portador de la noticia. Cuando aumentó el olor de los gases, comprendimos que debíamos abandonar el aula y suspender la evaluación, a pesar de la queja estudiantil mayoritaria. Lo siguiente fue una estampida humana corriendo hacia el estacionamiento y a la parada de buses en medio de gritos y desesperación.

Camino a mi casa, vi a personas protestando y algunas fogatas encendidas. Logré llegar a salvo a mi apartamento, aunque muy angustiado. Esa noche no cené y tan solo tomé un antialérgico para contrarrestar los efectos de los vahos de los disturbios. En la madrugada desperté muy agitado, con un dolor en el pecho y dificultades para respirar. A pesar de la hora, llamé por teléfono a un amigo médico para contarle lo que me ocurría. Él me dijo que por los síntomas parecía un ataque de pánico y me indicó unos ejercicios de respiración. Conversamos un rato, logré tranquilizarme y volví a acostarme para tratar de dormir.

Al día siguiente, cuando me preparaba para ir a la universidad, me llamaron algunos alumnos para decirme que no había acceso por el arco de entrada a la ciudad universitaria debido a las manifestaciones. Les contesté que, en esas circunstancias, no iba a asistir a clases y les recomendé que regresaran a sus casas. Casi de inmediato las redes sociales explotaron con los sucesos ocurridos en la urbanización Tazajal, donde la policía había arremetido contra los manifestantes y una joven llamada Geraldin Moreno había recibido disparos en el rostro y estaba en condiciones muy críticas. Las fotos eran realmente inquietantes y pronto se hicieron virales.

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Yo vivía en la Torre II del Conjunto Residencial Don Bosco, cuya entrada principal está ubicada en la avenida Universidad de Naguanagua, frente al Fuerte Paramacay, con otra salida lateral hacia una calle de la Urbanización La Granja. Las garitas de vigilancia de ambas entradas recibieron varias veces impactos de bala durante los disturbios. Se podría decir, sin exageración, que vivía en una “zona caliente”; y el 19 de febrero de 2014, eso quedó demostrado.

En las áreas verdes adyacentes al Centro Comercial La Granja, se congregaron desde tempranas horas partidarios del gobierno y pusieron música de Alí Primera a un volumen muy elevado, como acostumbraban a hacer siempre. Los jóvenes manifestantes de la oposición también empezaron a agruparse en la esquina de la avenida Universidad hasta que llegaron las fuerzas policiales a controlarlos y se replegaron en la calle lateral. 

De repente todo fue confusión. Se escucharon muchas detonaciones y vi gente correr hacia la garita del edificio para protegerse. Los gritos de los vecinos de las últimas torres se comenzaron a oír con desesperación, diciendo que habían herido a Samuel, un joven de mi torre. Por las escaleras bajó desesperada la madre del joven y corrió llorando hacia el sitio donde estaba su hijo herido. Más tarde nos enteramos de que al joven debían operarlo en el hospital para sacarle los proyectiles, pero no había insumos, por eso lo trasladaron a una clínica privada. Los vecinos activaron un mecanismo de solidaridad y enviaron los datos de una cuenta bancaria para hacer contribuciones. Hice un donativo dentro de mis posibilidades, pero permanecí muy angustiado: no salían de mi cabeza los gritos de la mamá del muchacho mientras corría a buscarlo.

 Ese fin de semana fui a la casa de mi madre, en Puerto Cabello, y allí nos enteramos de la noticia de la muerte de Geraldin Moreno. Nos conmovió mucho. Mi madre me contó que Geraldin era sobrina de la vecina Ivette Moreno del cuarto piso. Esa fue la primera vez que escuché hablar de Rosa Orozco, la mamá de la joven fallecida.

En esa época, yo también trabajaba en la Universidad Central de Venezuela (UCV), por lo que mis viajes a la capital muchas veces se suspendieron por los disturbios y otras veces resultaron mentalmente ruinosos. Un día casi me quedo varado en Caracas, sin un lugar para dormir y víctima de otro de los incontables ataques de pánico que me sucedían. Las calles del país continuaron agitadas y la supervivencia se hacía cada vez más difícil. Empecé a bajar de peso y a tener problemas para dormir. 

 Me convertí en un visitante intermitente, por cuestiones económicas, de un psiquiatra recomendado por mi amigo médico. En el primer encuentro en la “oficina del alienista”, este me hizo muchas preguntas y me dio una lista de medicamentos. La escasez de medicinas ya imperaba en el país, de los remedios recetados solo conseguí uno. Como no mejoré, me recetó un medicamento diferente que también fue difícil de encontrar. Así estuvimos por meses, en ensayo y error, usando lo poco que se hallaba en las farmacias nacionales.

A mis ataques de pánico se sumó una depresión que empeoraba día tras día. En opinión del médico, mi depresión era exógena, ya que los resultados de los exámenes habían sido “satisfactorios”. Me recomendó viajar y apartarme un tiempo de mi ambiente habitual, lo que no pude hacer por motivos financieros.

La situación del país cada vez se volvía más asfixiante y los ciudadanos estábamos impotentes frente al desarrollo de los acontecimientos. Reconversiones monetarias, inflación y sobre todo escasez de dinero en efectivo eran los ingredientes de una tormenta perfecta. El trabajo disminuyó considerablemente y yo seguía cayendo en un profundo vacío emocional. Ir a clases era un gran desafío y a veces mi hermana me llevaba para darme apoyo. De verdad, fue muy difícil para mí continuar asistiendo a la facultad, cuando lo único que quería era permanecer en mi cuarto. Mis amigos me preguntaban qué me pasaba, me veían lento y disperso. Yo me sentía viviendo en otro cuerpo. Las mañanas eran terribles y solo lograba incorporarme de la cama hacia el mediodía.

El doctor, entre preocupado y obstinado, me dijo que, junto con los antidepresivos, me iba a mandar también un antipsicótico que se usaba en casos de depresión severa y que si no reaccionaba, habría que pensar en internarme en un sanatorio. Me recomendó que buscara la medicina en una farmacia donde vendían medicamentos importados, más caros y pagados en dólares, mucho antes de la dolarización de facto que luego llegó al país. Con gran sacrificio económico pude comprar la medicina. No obstante, renuncié a las consultas psiquiátricas, ya que no podía pagarlas.

Intenté ver al mismo médico en el Seguro Social, pero me dieron una cita cinco meses después. Los pacientes psiquiátricos somos un grupo invisible para las políticas oficiales de salud. Tampoco hay organizaciones no gubernamentales que se ocupen de nosotros. Necesitamos medicinas y terapias. Es muy difícil, casi imposible, conseguirlas en organismos públicos. Con citas cada cinco o seis meses no puede haber un tratamiento efectivo. En fin, yo he podido pagar las medicinas, pero no he tenido dinero para pagar las consultas. De hecho, desde el año 2019 no he vuelto a ver al psiquiatra, ya que la última cita fue suspendida por la llegada del covid-19.

La pandemia fue un parteaguas en mi enfermedad. Me dio tiempo para descansar y reflexionar sobre lo que había estado viviendo. Entendí que tenía que reinventarme. Como no podía cambiar la realidad del país, tenía que cambiar mi propia realidad. Cargaba mis tobos de agua y me bañaba con poncherita con la mayor dignidad posible. Comía carne molida con yuca y aprendí a conocer nuevos sabores de la cocina. Los plátanos en cualquier presentación eran la más grande delicia gastronómica para mí. Por fortuna, empecé a leer de forma ordenada y a escuchar audiolibros. Fue una buena terapia que hasta hoy mantengo. También me he dedicado a escribir con seriedad. He compartido mis textos en algunos talleres literarios en los cuales he participado y varios de mis poemas se publicaron en una compilación de autores de Puerto Cabello.

 En aquellos días de descanso, conversé con una amiga de Caracas que me recomendó hacer los diplomados de la organización Paz Activa. Comencé a cursar el de Justicia Transicional, Pedagogía de la Democracia y Derechos Humanos. Allí coincidí con Rosa Orozco. Después de presentarme, le conté que sabía de ella porque mi mamá era vecina de Ivette Moreno y que yo admiraba su trabajo en favor de los derechos humanos y la justicia. Terminamos el diplomado y nuestros caminos se separaron.

Me sentí muy bien reencontrándome con el aprendizaje. Por eso seguí interviniendo en los eventos de Paz Activa y me incorporé en las llamadas Escuelas de Perdón y Reconciliación. Tiempo después, me sentí muy bien reencontrándome también con Rosa, con quien debía trabajar en una réplica de estas escuelas en Carabobo.

Recuerdo que nos reunimos de manera preliminar en la panadería de Tazajal, frente al parque nombrado Geraldin Moreno. Lo primero que me impresionó fue que Rosa era una mujer muy sencilla y dinámica. Tomaba café negro y fumaba mucho. De inmediato hubo empatía entre nosotros y empezamos a planificar la tarea. Yo había pensado en hacer las sesiones de trabajo en la universidad; sin embargo, desistimos de esa idea, porque la universidad estaba sola durante esos días y además no había agua y los baños no estaban adecuados. Rosa propuso alquilar los fines de semana el salón de fiestas de un edificio en Tazajal donde vivía una amiga suya, que también sería participante. Cada uno tenía que conseguir cinco participantes, aunque no era una tarea fácil por los días en que se desarrollarían las actividades.

Las sesiones fluyeron en armonía. En ellas, trabajamos el perdón y hacíamos distintos ejercicios y rituales, como aquel donde quemamos los papeles donde habíamos escrito nuestras heridas. Fue realmente conmovedor ver en vivo y directo el testimonio de Rosa. Nos contó que en el tribunal se les acercó a los dos autores materiales acusados de la muerte de su hija y que les dijo que los perdonaba, que ella no buscaba venganza, sino justicia y que sabía que ellos tenían hijos y no quería que pasaran por una situación como la que ella tuvo que sufrir al ver morir a su hija. La serenidad con la que Rosa contaba sus historias y la fuerza de estas nos hacían brotar lágrimas de los ojos. 

El aprendizaje que tuvimos como facilitadores fue mayor que cuando fuimos alumnos. El grupo participante fue muy colaborador y cada persona tenía una interesante historia de vida que compartir. Me pude dar cuenta de que en las casas de los demás hay goteras que pueden ser incluso mayores que las de la mía. El taller culminó con un emotivo ritual propuesto por la Fundación para la Reconciliación de Colombia. En aquel país conocen muy bien el sufrimiento y las miserias humanas, por eso han sido capaces de darle un nuevo significado a las palabras “perdón” y “reconciliación”.

Yo, que siempre he sido escéptico ante este tipo de actos, sentí una brisa de serenidad golpeando mi cuerpo. Tenía mucho tiempo sin tener contactos humanos verdaderos, distintos a los que encuentro en mi vida universitaria. Por lo demás, yo había estado los últimos años rodeado de un muro de pesimismo, construido a mi alrededor como mecanismo de protección ante las innumerables desilusiones vividas en las recientes décadas. 

Con su firmeza, su espíritu guerrero y el trabajo de su organización Justicia, Encuentro y Perdón, Rosa me devolvió la confianza en la gente y la esperanza de que el derecho algún día volverá a ser respetado en el país. Al saber el estado de su caso en instancias nacionales e internacionales, recordé una frase que citaba una profesora de Filosofía del Derecho, cuando Don Quijote le decía a Sancho que cambiar el mundo no es locura ni utopía, sino justicia.

Tal vez no sea mañana ni el próximo mes, sin embargo, la justicia tarde o temprano llegará a nuestra tierra y ese día espero volver a ver a Rosa para darnos el largo abrazo que estamos guardando para ese momento.