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Salí mucho antes de la hora pautada, de lo contrario no habría llegado a tiempo. “Sé puntual, por favor”, me pidió la psicóloga. Siempre he sido puntual, puntualísima —porque me aterra quedar como una desconsiderada—. Omití la opción del Metro porque estaba segura de que habría retrasos de media hora, como mínimo. Ley de Murphy.

La caminata desde Plaza Venezuela hasta el último tramo del bulevar de Sabana Grande era de unos 20 minutos si me apuraba, entonces caminé como con un cohete en el culo, esquivando pupú de perro, innumerables puestos de buhoneros, millones de motorizados y tres estafadores de cepillos de dientes —te “obsequian” uno nuevo para pedirte al rato que les des lo que “Dios ponga en tu corazón” —. Uno me llamó licenciada, el resto me dijo “señora” —una ofensa, si me lo preguntan—.

Nunca respondo. A nadie. Fue lo primero que aprendí cuando llegué a esta ciudad; evitar dar direcciones y hacer obras de caridad instantáneas. Tampoco dar la hora ni aceptar papelitos de gente que no conozco. En otras palabras, hay que ser un bloque andante, una mamagüeva con cara de maldita. Es una manifestación de civismo caraqueño contemporáneo.

Sabana Grande no me gusta, pero tengo que pasar por allí para llegar a Chacaíto, donde está el consultorio de Gioconda Espina, psicoanalista. Unas amigas me la recomendaron tan pronto comenté que necesitaba ayuda psicológica. Los pensamientos suicidas alcanzaron una dimensión tangible y el vacío que le sigue al balcón del apartamento se veía cautivador, considerando que la muchas veces fantaseada muerte por sobredosis de alprazolam estaba descartada; leí que las probabilidades de paro respiratorio eran ínfimas y que de seguro necesitaría un lavado de estómago para sacarme las treinta pastillas del organismo. Habría vómito y mierda por todos lados —yo me había imaginado como la bella durmiente, pero india y gorda—. Me di cuenta de que estaba fuera de control cuando sentí muy necesaria una camisa de fuerza. La desesperación me llevó a automedicarme con sertralina, siguiendo un manual psiquiátrico que encontré por Internet para tratar el flamante trastorno disfórico premenstrual. El medicamento hizo su magia desde el primer día; los músculos de mi cara se pasmaban, obligándome a sonreír. Era la felicidad en píldoras de 50 miligramos. Más efectiva y barata que la marihuana.

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Cuando llegué al edificio, el sudor me mojaba la espalda y tenía la blusa pegada a la piel, me preocupó el consecuente violín, pero no podía hacer mucho al respecto. Ya a las 11:50 am esperaba el ascensor en la planta baja.

El consultorio está en el segundo piso del Onivas, un bloque lúgubre y añejo, como la mayoría de los edificios modernos en Caracas —petrificados en la época de la televisión monocromática—, frente al centro comercial Manuelita Sáenz. Forma parte de un centro médico mixto que ofrece psicología, odontología, otorrinolaringología y no sé qué más. Al subir, el local estaba a mi derecha. Toqué el timbre y al instante apareció G. E.

Paz en el exilio interno

“Llegaste temprano”, dijo, como si le sorprendiera. Respiré aliviada. Claro que llegué temprano, si soy puntualísima.

Los primeros minutos se fueron en la historia reglamentaria: edad, dónde nací, estado sentimental, familia, profesión y por qué estaba ahí. “Más de siete años con depresión. Ha empeorado en los últimos meses. No puedo escribir, por lo tanto, no puedo trabajar. Solo pienso en la muerte y en las maneras posibles de alcanzarla”.

Nunca pensé en ser escritora. Estudié Teatro porque quería ser actriz y lo fui por varios años. Creía en esa pajuatada de dedicarse a lo que te gusta para disfrutar y no sentir que estás trabajando. Una madura y acepta que hay que hacerlo, es una cuestión de supervivencia, y aquí en Venezuela un solo trabajo no basta. Pero bueno, en eso soy privilegiada: tengo dos y estoy buscando el tercero —como una madre de cinco varones que sigue buscando a la “hembrita”—.

El común denominador de cumplir horario en una oficina me daba náuseas —ahora paso 10 horas frente a la computadora, en mi cuarto, sola—, y por eso decidí seguir mi aspiración artística, a pesar de que estaba consciente de que estaría ahorcando a mi versión del futuro, es decir, la del presente. A mediados de la carrera sentí que estaba perdiendo el tiempo, pero no abandoné y ese fue el peor error que pude haber cometido. Retirarse pronto también es ganancia, pero todavía hay gente que no entiende ese concepto. Sin más, me gradué en 2022 como licenciada en Actuación —no es sarcasmo—, pero dejaría el teatro unos meses más tarde porque tenía otro proyecto en mente. 

“Vivo sola, alquilada en una habitación. Soy de Puerto La Cruz (Anzoátegui), pero me mudé a Caracas hace poco”.

Desde pequeña he escrito. Era mi entretenimiento personal antes de convertirse en un método de regulación emocional y, ahora, un estilo de vida. Hasta que no aprendí a escribir, interpretaba las voces de mis muñecos y creaba un argumento improvisado con ellos, ya después podía redactar cartas al Niño Jesús, a mi abuela, a mi mamá, a Dios, a la maestra, a mí misma. Escribía diarios y cuentos sobre dragones morados, azules y rojos, niños vampiros y pokemones.

En mi adolescencia continuaron los diarios, además de novelas febriles sobre utopías, distopías y amores imposibles —una adolescente de 17 años que se enamora de una mujer de 40. Desde mi punto de vista, en ese momento no parecía tan nefasto como lo es en realidad—. Publiqué unos capítulos de historias inconclusas en Wattpad y luego me olvidé de ellos. También hice un blog en Blogger en el que compartía reflexiones y situaciones de mi vida privada, como cuando salí del closet en una entrada de 2018, por ejemplo —pensé que me iban a echar de la casa, pero nadie me paró bolas—. De aquello no quedó nada, todo lo eliminé porque era demasiado lo que exhibía de mí.

“Escribo crónicas para una revista de ciencia y cultura, una revista digital”, seguí contando. La mirada se me desviaba hacia la biblioteca que tenía al lado, sobre los libros de feminismo, antropología, política, cine, literatura. Temas de mi interés. Detrás de la psicóloga, había un tomo cinematográfico con la cara de Robert De Niro en Taxi Driver y otro con Christian Bale en American Psycho. Los psicópatas me veían de vuelta y yo no dejaba de revolverme en el sillón, anticipando la parte en la que lloraba por mi padre muerto y mi familia disfuncional.

“El cambio drástico de ambiente es fuerte, es una circunstancia considerable”, señaló la mujer, blanca de piel y de pelo.

Como hija de padres divorciados, aprendí que el hogar es mi cuerpo y no una casa. Hasta el 17 de julio de 2023 estuve viviendo en el apartamento que era de mi abuela, junto con mi mamá, mi hermano menor, mi tío, los dos hijos de mi tío, mi prima —hija de mi tío, pero criada por mi abuela porque fue un caso típico de embarazo adolescente no planeado—, la hija de mi prima y, en ocasiones, las parejas de cada uno de los mencionados, exceptuando a mi madre. En el último año también estuvo mi adorado sobrino, hijo de mi hermano. Lo tuvo a los 17 años con una chama de la misma edad con la que ya ni siquiera habla —yo sugerí que lo abortara, pero el misoprostol no hizo efecto—. Por desgracia, el aborto en este país es ilegal. 

Casi 10 personas hacinadas en un apartamento de tres habitaciones y un maldito baño. El techo comenzó a caerse a raíz de una filtración; la temporada de lluvias que suele azotar el norte oriental del país entre julio y agosto es imparable y desastrosa. Humedad, moho, pintura desconchada, polvo de cal en el suelo. Las puertas se fueron dañando; la principal había que cerrarla con la presión de un sofá, todas las noches. El miedo de que alguien se estuviera metiendo al apartamento mientras dormíamos era recurrente. Las llaves de agua tenían filtraciones, la nevera no congelaba, la lavadora no lavaba, el desagüe de la regadera no tragaba. Peleas constantes, repetitivas, monotemáticas, dramáticas, escandalosas, tantos enfrentamientos diarios que quedé con estrés postraumático. No sé con exactitud cuándo fue que pensé en la muerte por primera vez, pero era un deseo ininterrumpido que se activaba con la ansiedad. Me costaba expresar mi desacuerdo —así que prefería no decir nada— porque en la dinámica familiar, el desacuerdo era un fenómeno que se desarrollaba dentro de un espectro de violencia muy amplio que iba desde puntas sutiles, pasivo-agresivas, hasta golpes dirigidos a la carne o a la puerta. Había robos ocasionales en los que desaparecían pantaletas, medias, camisas, pinzas para el cabello, chucherías “mal puestas” y muslos de pollo. 

Nunca se había perdido dinero hasta que me robaron el pasaje de ida a Caracas.

Durante el año 2017 faltaba la comida, como en la mayoría de los hogares venezolanos en esa época infame. Había colas para comprar una harina de maíz y una mantequilla por persona, según el terminal de la cédula. Varias veces me tocó hacer una, pero de esa tarea se encargaban mi mamá y mi abuela. Tengo una memoria brumosa de una pelea entre ellas y mi prima por una canilla, cuando solo se podían comprar tres por persona. Las colas eran largas, de hasta tres o cuatro horas, y mi mamá se las calaba para poder traer pan a la casa. Mi prima se había robado la canilla —amiga de lo ajeno desde carajita—. Cuando le reclamaron, mi prima agarró la canilla que quedaba en la bolsa y se la lanzó a mi mamá: “¡Aquí está tu pan, lambucia de mierda!”

Todavía escucho esa frase con claridad. El timbre metálico, agudo, la saliva que escupía con cada palabra, el gruñido animal detrás de su garganta. Mi mamá chillando más fuerte, como un cerdo. Mi abuela —que estaba viva en ese tiempo— con las manos en la cabeza y el pecho agitado.

Esos choques eran cotidianos, transversales, multitudinarios; involucraron a cada miembro del clan. Intenté mantenerme al margen la mitad de las veces, porque no solo no me gustaba pelear; perdía la razón, la compostura y el autocontrol cuando lo hacía. No podía gestionar mis emociones y acababa en una especie de convulsión sensorial y corporal. Estallaba en balbuceos y llantos enrevesados, perdía el conocimiento y me consumía a mí misma en rabia y vergüenza porque era incapaz de defenderme o defender a los míos. Un uróboro de histeria que me condenaba, a los ojos del resto, al estereotipo histórico de inestabilidad femenina. “Llévala a un psicólogo porque tiene un problema”, se atrevió a sugerir mi tío en algún momento —“Ves la paja en el ojo mío y no ves la pingue viga que tienes en el tuyo propio”, pensé yo, como Mateo—.

Y cuando no gritaba hasta desfallecer, escribía. En silencio, cuando todo el mundo se iba a dormir. Tenía un rincón de la sala que nadie invadía, por suerte. Escribía sobre desaparecer, escapar, irme de allí. Asocié la paz con ausencia y me obsesioné con el sueño de independizarme, pero no tenía trabajo ni fuentes de ingreso, ni nadie que me pudiese mantener además de mi madre. No hallaba salida posible para una persona de mis características y condiciones; demasiado joven, inexperta, torpe, miedosa.

Morir. Morir era la única salida.

“Pero no entiendo, si antes estaba atormentada en Puerto La Cruz, ahora que estoy sola, viviendo lejos y en paz, ¿no debería sentirme mejor?”.

“Es que ahora tienes que lidiar contigo misma en tu soledad”, respondió la psicoanalista. Anotó más cosas en su libreta, como hacen todos los trabajadores de la salud mental. Yo me enterraba las uñas en las palmas de mis manos, impaciente por motivos que desconocía.

El teatro ayudó a mejorar mi comunicación, entre otros aspectos de mi inteligencia interpersonal. Era retraída, callada, inerte y marginada, pero desde el primer momento en que subí a un escenario noté una faceta mía que estaba por salir de una celda oscura. Una versión más extrovertida y segura de mí misma. Me sentaba bien actuar y era buena, por eso creí que podría hacerlo un oficio —muchas vidas, muchas situaciones diferentes, eso pensaba desde mi ingenuidad—. No dejo de imaginar qué habría pasado si hubiese cambiado de carrera, si hubiese escogido Odontología, Contabilidad, Administración, alguna ingeniería, lo que fuera que diera más dinero —una quimera porque en Venezuela desde el médico hasta el físico nuclear promedio está mamando, al borde de la locura—, cualquier cosa menos la prostitución o el matrimonio, que hoy en día son similares en algunos contextos.

Tal vez era un aprendizaje necesario —hacer teatro— para desenvolver mi personalidad y tener herramientas emocionales que me permitieran seguir adelante, en general, no en el éxito financiero —porque el arte requiere inversión, no al revés—.

Lo de vivir de la escritura fue una casualidad. Por diversión, envié un texto erótico a un concurso nacional y lo gané. Con eso vino un poco de atención y me ofrecieron una beca de estimulación creativa. Era una suma modesta, pero era más de lo que había visto en mi vida. Con la beca vino un diplomado de Formación Literaria y Narrativa, después un taller, luego otro y otro hasta que me percaté de que era una posibilidad de subsistir. Ser actriz en Venezuela es una cosa absurda, pero ser escritora ya es rayar en lo inverosímil; cuando buscaba alquiler, los propietarios entendían “putería virtual” al momento de explicar cuán imperativo era tener conexión a Internet para poder trabajar.

“También escribo contenido para adultos, ese trabajo me da más, pero no me caigo a pasiones con eso. Solo escribo lo que otros me piden y no pongo nada mío ahí, ni siquiera mi nombre”.

Me hice freelancer en diciembre de 2021, cuando la idea de producir escribiendo en inglés se materializó, impulsada por los acontecimientos previos. Se acercaba el acto de grado y debía pagar gastos de transporte, alojamiento, toga y birrete, y lo hice todo tranquila —puntualísima— a fuerza de relatos eróticos de 20 dólares. 

“A veces quiero estar en un psiquiátrico, porque son más las veces en las que dejo de ser funcional”, añado después de explicar que soy una inútil, que no duermo bien, que no hago ejercicio ni me alimento como debe ser, que puedo pasar días sin bañarme, que me irrita socializar, que lloro por todo y que me alivia pensar en que podría morir si lo pido con firmeza. “Estoy convencida de que es hormonal. Es el ciclo menstrual”. 

El trastorno disfórico premenstrual es una criatura recién descubierta por la ciencia, como es habitual cuando se trata del cuerpo de las mujeres. Yo misma me lo diagnostiqué, siguiendo las sospechas de un posible trastorno bipolar.

“Cada quincena sucede lo mismo, es como si me poseyera un demonio”.

Paz en el exilio interno

 Conocí Caracas a los 5 años, creo. Debía de ser 2004 o 2005. De esa vez tengo memorias específicas de la fosa de los ¿pumas? en el Parque del Este, que ahora se llama Generalísimo Francisco de Miranda —en la actualidad, en ese recinto hay un leopardo ansioso—; también la imagen de un primo segundo que vive en Petare, jugábamos a ser las Tortugas Ninja en el fondo de la casa. Recuerdo un juguete que me compraron, un cocodrilo de goma que crecía en el agua.

En mi segunda visita a la capital —que era como la primera, de hecho—, sentí que volví a nacer. Vine por el acto de grado en la Unearte de plaza Morelos, en Bellas Artes. Desde el minuto uno supe que me quería quedar aquí. Las dimensiones gigantes del concreto y el metal modificaron mi percepción de lo que era una ciudad y lo que era un pueblo. El tráfico infernal, excesivo, me voló la cabeza, el caminar frenético de la gente me aturdía, la extensa distancia de un punto a otro me hizo replantear la noción que tenía de kilómetros y metros cuadrados. Qué sitio tan hostil, qué sitio tan inmenso, qué grama más verde, qué cerro más alto. Era Caracas y yo era la provinciana simple, impresionable y desesperada.

Fue un viaje corto de tres días, pero yo añadí uno extra para mí porque quería turistear y conocer algunos museos. Nos quedamos en el Hotel Las Mercedes, ubicado en la avenida Vollmer de La Candelaria, y cuando se fue mi mamá junto con mis amigas y compañeras egresadas, cambié la habitación dúplex que pagamos entre todas por una individual. Me llamó mi papá y me dijo que disfrutara, yo lamenté no haberlo traído conmigo; él en Maturín, nosotras en Puerto La Cruz, el acto de grado en Caracas, presupuesto limitado. Sería en otra ocasión, pero esa ocasión no podría ser porque pocos meses más tarde murió de un paro cardíaco.

Cuando estaba de vuelta en Puerto La Cruz no podía contener mi desesperanza, mi desamparo, mi guayabo. Me estaba despidiendo de un lugar que quería habitar, me estaba yendo de la ciudad en la que quería esconderme, sin garantía de retorno. “Otra vez los mismos edificios enanos de mierda, la misma gente chismosa de mierda, la misma plaza sucia llena de pupú de perro y aceite de motor de mierda, el mismo calor de mierda, la misma familia tóxica de mierda, las mismas ganas de morirme pa’ la mierda”.

Y juré que si a los 25 años no estaba viviendo en Caracas, me mataría.

Viajé una vez más a Caracas por un encuentro que había entre participantes de un diplomado que estaba cursando. Ese viaje fue un pañito húmedo que me puse en la frente mientras agonizaba por dentro. Mi padre había muerto para entonces y la culpa merodeaba mi consciencia. En una cartera llevé una foto suya tipo carnet y pretendí que estaba conmigo.

“Fui un accidente. Mi papá embarazó a mi mamá y se tuvieron que casar. No fui planeada. Creo que eso tiene que ver con esta especie de programa que tengo en el cerebro, un programa de autodestrucción”, confesé. Ya la sesión estaba por terminar y pasé la mitad de la hora llorando por un papá que quiero más muerto que vivo, y sin saber por qué a la psicóloga le interesaba saber eso en vez de profundizar en el hecho de que tenía ideación suicida.

Nos despedimos con un cierre más informal: “Hubo una época en la que Sabana Grande no era tan peligrosa como lo es ahora. En la pandemia estaba peor. Ahora está más tranquila”, comentó G. E. mientras me acompañaba a la puerta. Yo asentí y dije: “Es peor que La Hoyada, y eso que paso por ahí a diario”. 

Seguí escribiendo para extranjeros depravados, pero tenía una meta concreta: mudarme. Me acostumbré a escribir historias de masajes con finales felices, a describir la circunferencia de asiáticas culonas imaginarias, historias de profesores que se acuestan con sus estudiantes, historias de maridos cornudos —los cuckold gringos que para mi sorpresa son demasiados, historias fetichistas de pies, de BDSM, de personajes de anime que se hacen gigantes y destruyen el planeta Tierra con el protagonista dentro, prota que está obsesionado con los pies sedosos y kilométricos de una gigante nipona que usa lencería de Victoria Secret. Alrededor de 200 relatos eróticos variopintos fueron suficientes para sacarme de Guanire, del apartamento de mi abuela fallecida, del entorno que me enfermaba y me hacía sentir miserable. “Se necesitan 200 relatos eróticos para cambiar una vida”.

Los preparativos premudanza incluían compras y reuniones de despedida, como si estuviese por irme fuera del país y no a cinco horas de distancia de mi ciudad natal. Compré una maleta grande en Traki, un peine en Farmatodo, un cortaúñas en un abasto chino y un morral de imitación colombiana de Adidas en una tienda árabe del centro portocruzano. Era todo lo que requería para irme, además de un baño de playa para celebrar mi libertad. Esa mañana soleada, en la playa, no podía estar tranquila porque antes de salir del cuarto donde dormía con mi mamá descubrí que me habían robado parte del dinero del traslado; 30 dólares, se llevaron el billete de 20 y dejaron el de 10, como para no joder tanto. Pospuse la mudanza una semana más, sin hablar del tema con nadie en el apartamento, excepto con mi mamá. Le pedí que no dijera nada, pero ella ya lo había hecho. Comentó lo sucedido con mi tío, su hermano, y este le comentó a su hija, mi prima.

“Ella salió enseguida a decir que ella no agarró 20 dólares porque ella tiene 80 y no los necesita”, me contó mi madre. Yo me reí, porque pa’ qué llorar.

Ha pasado casi un año desde ese momento. Celebré mi 25° cumpleaños en Caracas, en diciembre de 2023. Cumplí con la meta, alcancé el sueño, me realicé. Y si bien pago mi alquiler de manera puntual, puedo pasear y gastar fuera de casa, tengo dinero para el transporte, el saldo del teléfono, el pago de cada consulta psicológica semanal, tengo ropa y calzado, una computadora, un televisor, un succionador de clítoris, lentes formulados para la miopía y el astigmatismo, un techo, una cama prestada y dos trabajos con los que debo cumplir poco menos que regularmente; tengo la ausencia de las voces originarias que maldecían sin parar, el sonido de mis pies descalzos moviéndose en un espacio amplio, limpio y vacío, el descanso nocturno que nadie interrumpe salvo mi bruxismo mecánico, mi silueta única conversando con su sombra en la pared blanca mate, mis medias desperdigadas por cada rincón de la habitación, la caja de Pirulín donde escondo el dinero —y que nadie abre excepto yo misma—. Tengo la tranquilidad que siempre había deseado, pero la incertidumbre prevalece y la frustración la llevo en la espalda como una cruz hecha de basura y desperdicios que me niego a soltar.

De regreso sí tomé el Metro en la estación Chacaíto, que no es menos oscura que la de Sabana Grande. El tren estaba lleno, como no es extraño a la 1:00 pm. Debía llegar a la avenida Universidad para almorzar en el comedor del trabajo antes de que cerrara a las 3:00 pm. Si no comía ahí, no comía nada. Mi nevera es cíclica y hay veces que está llena y hay veces que no, como yo. Estaba drogada con la sertralina y me sentía más liviana que de costumbre. Le contaría a mi amiga —que trabaja conmigo y que es como mi madre putativa porque me triplica la edad—, que sí fui a la cita con la psicóloga, que estuvo bien y que se quedara tranquila porque yo también lo estaba. Mientras salíamos de la oficina y nos acercábamos a la estación La Hoyada, ella insistió en su inquietud: “Perdí a mi hija y vienes tú y dices que te quieres matar, ¿cómo quieres que esté tranquila?”.

Y yo le respondí: “Mientras mi mamá esté viva, no me voy a matar, eso te lo aseguro”.