lunes, 23 de diciembre de 2024

Elisa Lerner y la urbanización cinematográfica (II)

 



Elisa Lerner y la urbanización cinematográfica (II)


PRODAVINCI 19/12/2024

Elisa Lerner retratada por Vasco Szinetar

1. Elisa Lerner (1932-2004) contemplaba su mitología de estrellas en los palacios de cine, esa tipología heredera del movie palace norteamericano que, desde la década de 1920, había despuntado en Nueva York y Chicago, en San Francisco y Los Ángeles. En las amplias plateas y los balcones ya equipados con aire acondicionado, una suntuosa decoración combinaba la “magia futurista” del art déco con raros motivos tomados de exóticas civilizaciones. No olvidemos en este sentido que – como nos recuerda Guillermo Barrios sobre la arquitectura cinematográfica en Inventario del olvido (1992) – los descubrimientos arqueológicos causaban furor en aquellos roaring twenties, desde lo egipciaco y chino, hasta lo maya y azteca.

Si bien Caracas tenía ya cines relevantes desde la era gomecista – Candelaria (1916), Rialto (1917), Capitol (1921), Ayacucho (1925), Principal y Ávila (1931) – fue durante las décadas de 1950 y 60 cuando los palacios de cine capitalinos permitirían a Lerner recrear la urbanización cinematográfica. Ubicados en los centros principales y grandes ejes de circulación caraqueña, el Hollywood (1941), el Junín (1952) y el Metropolitano (1953); pero sobre todo el Radio City (1953), tributario del Rockefeller Center, así como el Teatro del Este (1956) – en los bajos del rascacielos corporativo de Martín Vegas y José Miguel Galia, hito de la pequeña city de Plaza Venezuela – fueron todos prototipos de los palacios metropolitanos, donde los filmes eran estrenados para un público extático ante la modernidad venezolana y gringa a la vez.

Así como lo hiciera Rodolfo Izaguirre desde la Cinemateca Nacional, Lerner sentó con ella en las butacas a venezolanos más jóvenes, quienes no habíamos presenciado la mitología fundacional de Hollywood en los primeros cines. Sus crónicas son como invitaciones, no solo a movie palaces como el Radio City o el Lido (1947), el Broadway (1952) o el Canaima (1965), sino también al Florida (1945) o al San Bernardino (1952), al Castellana (1956) o al Caribe (1960), entre algunas de las flamantes salas zonales de aquella Caracas masificada y modernista, segregada y expansiva. En matinée o vespertina – porque la noche comenzaba a ser para autocines y otro tipo de películas – esos convites al cine nos hacían partícipes de una de las manifestaciones más rutilantes de la cultura pop, iluminándonos con una modernidad de neón y marquesinas, a pesar de ser un país preterido y periférico.

Pero atención: a través de sus crónicas, la “sádica Elisa”, como la llamó Margara Russotto, pone aquí en práctica uno de los juegos de su ironía, porque si bien “acaricia nuestro ego de país moderno” y nuevo rico, ridiculiza al mismo tiempo las torpezas de la Venezuela de Tercer Mundo, que copia y cree con demasiada ingenuidad. Allí está una clave para entender por qué las “crónicas norteamericanas” de Yo amo a Columbo (1979) tornan a ratos, enceguecidas por el fulgor cinematográfico, hacia oscuros rincones de la bonanza gringa. Parecieran alertar a los lectores venezolanos sobre manifestaciones más sórdidas de aquella sociedad, las cuales no podíamos ver al promediar el siglo XX, deslumbrados como estábamos con la farándula y el consumismo. No olvidemos que, por haber vivido en Nueva York – metrópoli de aquel “Norte brumoso y cautivador”, que, según Izaguirre, la cronista extiende hasta el Londres de Virginia Woolf y el grupo Bloomsbury – Lerner sabía cuánto puede aturdir el charlestón y cuán grises pueden trocarse las aguas del East River. Y son estas, por cierto, metáforas punzantes de la señorita Rosie Davis, suerte de alter ego de la dramaturga en El vasto silencio de Manhattan (1971).

Cine Lido. Caracas, Venezuela, circa 1949: Autor no identificado © Archivo Fotografía Urbana

2. Las stars son para Lerner, junto a los cowboys y los gánsteres, componentes de la “mitología americana” proyectada por el cine, pero también explotada por este. Tal explotación pasa por el fracaso de las aspirantes, así como por el anonimato de las “pequeñas actrices” proliferantes en las audiciones de Manhattan o Hollywood. Todas patean el chato y duro asfalto que conecta estudios con cafeterías, donde también se reúnen los sempiternos escritores inéditos de Nueva York y los rechazados de los castings de Broadway; allí toman Coca-Cola y comen hamburguesas, que es “un alimento de la pobreza americana”, dice Lerner como para ensombrecer los neones que por entonces las promocionaban en las ciudades venezolanas.

Con la cronista presenciamos, en primera fila, la negra violencia con la que Archie Moore noquea a su contendor italiano en el Madison Square Garden. Es una furia vengativa de la ominosa segregación racial que, durante la década de 1960, se peleaba y reprimía en las ciudades de Alabama y Mississippi, mientras la disquera Motown la escamoteaba (¿o subvertía?) refinando sus cantantes de color, para conquistar audiencias blancas. Y como haciéndose eco todavía de las desazones de los arielistas de comienzos del siglo XX ante las metrópolis yanquis, Lerner nos muestra que “El cielo de Detroit” (1962) “no mira a los edificios”, siendo de un gris triste y solitario, tan plomizo como “en el agua de fregaderos”. O tan turbio como la corriente del río Este, para utilizar otra imagen del desolado Manhattan de su teatro.

3. Además del reporte crítico sobre escenas y postales norteamericanas, es también interesante el significado que cobran otros fetiches gringos, cuando son observados desde posturas más cercanas y entrañables a la cronista. Así, por ejemplo, al ser quizás una de las primeras en comentar la obra de Marisol Escobar para el público criollo, Lerner reconoció que, porque vivía en Nueva York, podía la escultora construir “el cruel día de la ciudad con gracia inteligente”, introduciendo una “crítica severísima al rico snobismo de la ciudad”, especialmente al observable en las inmediaciones de Madison Avenue. Sin embargo, al exhortar a la artista a exponer en Caracas su escultura “extremadamente aguda, casi sociológica”, le advertía sobre la sorpresa negativa que causaba “el marcado acento extranjero de su español, cuando la lengua es la primera memoria”; así como que mirara hacia Venezuela “con distancia y lejanía, como si ella ya formase parte para siempre de los vastos silencios de Manhattan”.

Porque la deslumbrante metrópoli del music hall y los rascacielos no debía hacer olvidar, como bien sabía Lerner, el pasado personal y urbano de donde se proviene. Por ello, para la hija de inmigrantes judíos a Venezuela y vecina de San Bernardino, el Brooklyn neoyorquino es ante todo el lugar de residencia del primo Abuchi, cuya semejanza con el padre difunto ensombrece las marquesinas de Broadway. Y esa mirada vernácula y atávica con la que la cronista recorre la silueta neoyorquina hace también que el ubicuo Empire State termine siendo, mutatis mutandis, una suerte de Ávila; una “colina de sofisticación”, reminiscente de la adolescencia caraqueña, como confiesa Lerner a uno de los tantos suicidas saltados de la torre icónica.

4. Exponente de la crónica norteamericana en la literatura nacional, Yo amo a Columbo está emparentado con libros de viaje de mediados del siglo XX, de La ciudad de nadie (1950) de Arturo Uslar Pietri, a Viaje por el país de las máquinas (1954), de Enrique Bernardo Núñez. A la sazón, perdían estos ya su novedad reporteril para una audiencia venezolana con creciente acceso a los Estados Unidos. Sin embargo, en algunos pasajes hace Lerner resonar el dictamen de aquellos sobre la impersonalidad y el anonimato en las metrópolis gringas. “Cada estación ofrecerá nuevos rostros, pero la soledad sigue siendo inmensa en Nueva York”, nos dice la pasajera desde el subterráneo, con algo del tono uslariano que tampoco pierde En el vasto silencio de Manhattan.

Pero la crónica viajera de Lerner no conservó tanto el valor de miscelánea geográfica o itinerario para debatir doctrinas sociológicas o históricas, a la manera de las de don Arturo o don Enrique, centradas todavía en la tesis de nuestra urbanización de campamento. Resultó más bien un prisma donde se refractan expresiones e iconografías de la urbanización cinematográfica y la posguerra norteamericana, ofrecidas a un país ávido por modernizarse, apurado por el consumismo petrolero y los medios masivos de comunicación. A través de esa americanización cinematográfica y vodevilesca, tan seductora como engañosa para nuestra urbanización súbita y superficial, penetra la mirada de Lerner desde su butaca. Y al hacerlo, realiza “la más demoledora crítica a las perversiones de nuestra modernidad”, utilizando, al decir de Margara Russotto, “la cultura urbana como referencia privilegiada”.

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