Blanco Fombona y Bolívar Coronado: una relación negada
PRODAVINCI 21/12/2024
Debemos situarnos en Madrid en 1916. Muchos intelectuales hispanoamericanos se han establecido en la capital española, huyendo del París de la Gran Guerra. Rubén Darío había fallecido pocos meses antes y su gran amigo, don Rufino Blanco Fombona, lleva un año sacando adelante una empresa ambiciosa que será crucial para la divulgación de las letras hispanoamericanas en España: la Editorial América. Según cuenta a sus amigos, en el primer curso la empresa obtuvo en beneficios un total de cien mil pesetas. Es un negocio lucrativo muy acorde a la talla intelectual y a la arrogancia del polígrafo venezolano.
Blanco Fombona es un destacado y peligroso enemigo del régimen gomecista. Los agentes de la dictadura en España vigilan sus movimientos; saben que, tarde o temprano, volverá a conspirar. Su odio a Juan Vicente Gómez —a quien llama Juan Bisonte— puede con él y consume buena parte de sus energías. Afortunadamente, de energías siempre iba sobrado. Todavía en la actualidad uno lee con atención libros como El conquistador español del siglo XVI y no deja de sorprender la calidad de su contenido. Su obra es ingente, como él. Desigual, transversal, interdisciplinar, magnífica, si se ve en perspectiva y amplitud. Fue historiador, cronista, crítico, novelista, poeta, diarista, ensayista, editor, diplomático, político, duelista y un gran bohemio, enamorado de la fuerza del símbolo emancipador encarnado en Simón Bolívar y, al mismo tiempo, un profundo admirador de la raza española (como se decía antes) y del hispanismo. Es decir, una desgarrada y aristocrática contradicción ambulante.
Se pavonea por el café Levante, el Colonial y el Hotel Palace con frecuencia. A veces en compañía de Rafael Cansinos Assens y Andrés González-Blanco; Blanco Fombona siempre habla, siempre es foco de atención. La verdad es que su voz es formidable. Los demás escuchan, casi abrumados, sus aventuras parisinas cuando jugaba a la golfemia con Gómez Carrillo y Rubén Darío antes de que la “estúpida guerra” lo echara todo a perder. Ningún intelectual en Madrid ignora la relevancia del venezolano, su influencia en lo que podría llamarse el “campo literario” de la época. Su carácter y su prestigio empiezan a ser proverbiales y sólo encuentra a su paso a dos grandes grupos de personas: quienes lo admiran y quienes le temen. ¿O forman un mismo grupo? El segundo año de su Editorial América sólo trae buenas noticias: más libros, más traducciones, más tirajes, más ganancias. La ciudad ha sido propicia. Está contento y siente que es el opositor más importante del gomecismo en el exilio, después de Cipriano.
Esto parece la primera escena, bien delineada, de una obra dramática clásica. Ahora viene el conflicto. En agosto de ese 1916 había arribado a la capital española el disparatado autor lírico del Alma llanera, una especie de personaje panchovillesco, casi esperpéntico (de hecho, Valle Inclán lo incluirá en la novena escena de Luces de Bohemia como personaje). Su nombre: Rafael Bolívar Coronado. Con una mano adelante y otra atrás, llegó a Europa con la más loable de las misiones: vivir su destino y a su manera. Esas absurdas nociones de “éxito” y “fracaso” le parecían supersticiones que no tenían nada que ver con la vida real. Él ya había vivido demasiadas dificultades: había batallado en Tocuyito, había participado en escaramuzas contra Cipriano Castro, había luchado en la guerra de los mil días en Colombia; había estado preso varias veces; había sido comerciante, soldado, peón de hato llanero, sacristán, marinero, contrabandista, funcionario y periodista. En esta última labor se sintió a gusto y descubrió que tenía muchísima facilidad y soltura para la escritura. Apareció su verdadera ambición, que no era poca cosa: ganarse el pan con su pluma.
Cuando llegó a Madrid dilapidó rápido el poco dinero que le quedaba, proveniente de una beca gubernamental destinada a su formación intelectual y a la escritura de reportajes y artículos que dejaran el gomecismo en buen lugar. Por supuesto, no cumplió esa parte del trato. Se dedicó al “galanteo”, y a remedar los resabios de la bohemia convertida casi en parodia. Quiso verse con Pedro César Dominici, uno de sus grandes contactos gomeros —junto al viejo Ignacio Andrade—, pero Dominici había sido nombrado cónsul en Londres. Entonces tuvo que improvisar: las noches de absenta y poesía le depararon la amistad de Pedro Luis de Gálvez, quien a su vez le presentó al poeta modernista Francisco Villaespesa. Bolívar Coronado se embolsilló a este último con facilidad: entró en su séquito y obtuvo un empleo como corrector en la revista Cervantes, además de desempeñarse como secretario personal del gran poeta almeriense.
En esas andaba cuando una tarde de otoño vio cruzando por la Puerta del Sol al robusto Blanco Fombona. Como quien apunta desde muy lejos, con mira telescópica, observó con detalle los ademanes altivos de su compatriota mientras recorría la plaza con prisa. “Bingo”, pensó. Decidió enviarle un telegrama. Tenía varios ases bajo la manga: su padre, Rafael Bolívar Álvarez, había conocido bien a Blanco Fombona en tiempos de Castro y se declararía consumado antigomecista. Además, citaría fragmentos de El hombre de hierro y versos de Cantos de la prisión y el destierro. Blanco Fombona no tardó en responder: lo citó al día siguiente en el número 83 de la calle Martín de los Heros.
La audacia llevaba a buen puerto: Blanco Fombona le ofreció un empleo mejor remunerado que su inestable acuerdo con Villaespesa; sus labores consistían en revisar y copiar manuscritos que estuviesen libres de derechos de autoría en todas las bibliotecas de España, con el fin de publicar volúmenes sin tener que pagar nada a los autores. Blanco Fombona pensó que este zarrapastroso haría todo lo que él ordenara sin chistar, por simple necesidad. No sospechó que hay hombres condenados a la deriva anárquica que prefieren la autodestrucción antes que someterse a otros. Si Bolívar Coronado había logrado burlar los deseos del Benemérito, más natural aun sería burlar los designios oficinescos de su encopetado jefe.
El nuevo empleado no fue a copiar ni a investigar nada. Era un creador nato y comprendía que su nombre no gozaba de prestigio suficiente para publicar su obra escrita en España. Aparte de eso, no estaba dispuesto a participar del mercado clientelar ni de prebendas (que ahora llaman “redes de contacto en el medio”) del sistema editorial de la época. Para más inri, cuando se atrevió a mostrar a Blanco Fombona el borrador de un manuscrito novelesco en ciernes, este soltó una risotada petulante que lo hirió de lleno. Desde ese momento decidió que su déspota jefe era un pequeño Gómez en su reducto llamado Editorial América y habría que buscar la forma de derrocarlo, pero el asunto ameritaba una estrategia ingeniosa y sutil para lograrlo.
La venganza ya es historia: nueve crónicas de Indias compuestas por autores inexistentes, un libro sobre sociología venezolana adjudicado a Daniel Mendoza, un libro de crítica literaria endosado a Rafael María Baralt y un libro de geografía que atribuyó a Agustín Codazzi. Todo era falso. El crimen literario era de dimensiones colosales. El desbarajuste bibliográfico después duraría décadas. Blanco Fombona no pudo reaccionar. No admitió las supercherías, no recogió los volúmenes, no hizo aclaratorias. Las indecencias literarias de Bolívar Coronado ponían en evidencia el descuido editorial de la empresa y la ligereza en la publicación de los contenidos. El jefe no cotejaba originales, no consultaba a especialistas, no revisaba atentamente los manuscritos.
La leyenda inventó después que Blanco Fombona salió enfurecido por las calles de Madrid, puñal en mano, para matar al bribón que lo había estafado. Pero Bolívar Coronado hacía meses que estaba en Barcelona, huyendo de un terrible desengaño amoroso sufrido en Madrid. Además, ya había contactado a otro gran editor italiano en la Ciudad Condal, en cuya empresa seguiría haciendo de las suyas. En realidad, Blanco Fombona no montó ningún escándalo, entre otras cosas porque no le convenía que semejante desliz se conociese. Después de todo, era el prestigio de su empresa editorial lo que estaba en juego. El silencio fue su mejor aliado y, como buen zorro viejo, supo aguantar el temporal. El historiador Vicente Lecuna fue quien lo había alertado al decirle que los copistas de los manuscritos originales habían cometido erratas comprensibles porque había anacronismos como “burdel” o “urbanización”, vocablos inexistentes en el siglo XVI. Cuando envió un emisario a la Biblioteca Nacional a revisar los originales ya supo que había sido timado, aunque eso no se lo dijo a Lecuna ni a nadie. Siguió simulando que sólo eran errores de copista.
Dos años después recordó que tenía engavetada aquella novela que le había mostrado con modestia el falsario y de la que él se había burlado. El plan inicial era que esa novela saliese con seudónimo —un tal Oliverio Castro Gómez—, para proteger la integridad física de su autor. Don Rufino la revisó con detenimiento y le agradó comprobar que, gracias a esa obra, podría liquidar a Bolívar Coronado sin tener que mover un dedo. En esa obra se hacían graves denuncias contra el régimen gomecista. Fue la forma que don Rufino encontró para entregar simbólicamente la cabeza de Bolívar Coronado ante los agentes del gomecismo, aunque se le olvidó quitar el rótulo “novela” que iba bajo el título: Memorias de un semibárbaro.
Pero la historia no acaba allí. Los agentes gomecistas no leyeron ese libro. En cambio, persiguieron a Bolívar Coronado en Barcelona por otros (múltiples) motivos. También lograron que se abriese un proceso judicial contra Blanco Fombona por la publicación de La máscara heroica en 1923, libro que ridiculizaba al régimen venezolano y que, en efecto, le costó una condena de cárcel a su autor. La prensa española se hizo eco del escándalo y señaló el grave atentado en contra de la libertad de expresión que el caso suponía. Lo curioso es que Bolívar Coronado se solidarizó públicamente con Blanco Fombona, escribiendo un artículo en su defensa. Entre Blanco Fombona y Bolívar Coronado hubo siempre mucho más de lo registrado. Fue una relación sombría, antagónica y ambigua que parecía una síntesis de tensiones más propias del sistema de castas coloniales: el blanco criollo arrogante frente al pardo ladino y supersticioso. ¿O no era más que una relación difícil entre dos escritores que, en secreto, se admiraban?
Para rematar esta rocambolesca historia, sin ofrecer datos ni fuentes, Rafael Ramón Castellanos asegura que, en 1923, Blanco Fombona y Bolívar Coronado se reencontraron en Toulouse. Así como si nada, bebiendo un jerez mientras contemplaban el atardecer. Meses después, Bolívar Coronado falleció de neumonía y hambre en Barcelona; Blanco Fombona, en cambio, comenzó su intensa labor burocrática para, años después, lanzar su seria candidatura al premio Nobel de literatura y mantuvo su empresa viento en popa para seguir financiando toda clase de conspiraciones contra Gómez, incluida la posterior expedición del Falke de 1929.
Hace pocos años, el cronista del estado Aragua, Oldman Botello, me contó que un sobrino de Bolívar Coronado llamado Justo Quero Bolívar, le dijo en persona que cuando logró hablar con Blanco Fombona en Caracas en 1936, Quero Bolívar le preguntó a este por su tío, ya que había oído que en España habían sido muy amigos y habían emprendido varios proyectos editoriales juntos. Con fruición, Blanco Fombona negó categóricamente haber conocido a alguien llamado Rafael Bolívar Coronado.
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