10 de enero de 2025 |
Es viernes, al fin. Aquí tienes nuestras mejores lecturas de la semana, con eñes y acentos, que no encontrarás en otro lugar.
Por Patricia Nieto |
En México han desaparecido más de 120.000 personas desde la década de 1950, según las cifras oficiales del país. Los expertos creen que, en realidad, son muchos más.
A inicios del siglo XXI, el enfrentamiento entre el narcotráfico y las fuerzas de seguridad provocó una ola de violencia en el estado de Coahuila, al norte de México. Aunque el dominio de los cárteles se ha debilitado en esa zona, más de 3600 personas siguen desaparecidas ahí.
Imágenes de personas desaparecidas colgadas de un árbol, en homenaje de sus familiares, en el centro de Saltillo, en Coahuila. Fred Ramos para The New York Times |
Emiliano Rodríguez Mega, reportero del Times, abordó este vasto y complejo fenómeno enfocado en un pequeño centro que opera en Coahuila con una tarea “casi imposible”.
Entrevistamos a Emiliano para que nos hablara sobre su investigación.
¿Por qué abordar el fenómeno de las desapariciones desde esta perspectiva?
Hemos cubierto el tema de las desapariciones en México varias veces. Y la conclusión de esas historias casi siempre es la misma: las personas desaparecen o son arrebatadas de sus hogares o de las calles, y pocas veces se vuelve a saber de ellas.
La profunda incertidumbre que resulta deja a sus familiares “muertos en vida”, como me dijo Miguel Ángel Aguirre, cuyo hijo fue secuestrado en 2011 el día de su graduación.
Quise contar esta historia porque en Coahuila ocurre algo distinto: cientos de familias han logrado reencontrarse con sus seres queridos desaparecidos. Es un reencuentro triste: llegan a sus casas en cajas de cartón. Y muchas de ellas solo contienen pocos fragmentos de hueso y dientes.
Lo que está haciendo el Centro Regional de Identificación Humana —creado por una alianza inusual de personas buscadoras, científicas forenses y funcionarios estatales— es único: le ofrece a las familias una especie de “paz”, me dijo Aguirre. “Se acabó todo el sufrimiento que teníamos de: ¿dónde está, dónde quedó, qué pasó, va a regresar?”.
¿Cómo fue el proceso de reportería?
En noviembre viajé a Saltillo, Coahuila, con mi colega, el fotógrafo Fred Ramos. Visitamos el CRIH, y tratamos de hablar con casi todos los que trabajan ahí.
El técnico que saca rayos X a los cuerpos encontrados, las antropólogas que pasan días armando los esqueletos sobre camas de metal, los forenses que clasifican los fragmentos de hueso más pequeños, las genetistas que buscan alguna coincidencia de ADN con su base de datos.
Me interesaba entender por qué una persona trabaja en esa área. Pero, sobre todo, cómo esa labor los cambia.
Fred y yo también hablamos con al menos tres familias cuyos familiares desaparecidos ya habían sido localizados por el CRIH. Era la manera de mostrar el impacto del centro en la gente.
También era importante visitar las tumbas o criptas de los familiares desaparecidos. Algo que he escuchado una y otra vez de personas buscadoras es el anhelo de tener un lugar donde visitarlos, hablarles y llorarlos.
También acompañaste a un voluntario que buscaba información sobre un desaparecido. ¿Cómo fue esa experiencia?
En Coahuila era común que las autoridades estuvieran coludidas con el crimen organizado, lo que hizo que mucha gente desistiera de la búsqueda por miedo.
Quería presenciar cómo se crea confianza para este nuevo esfuerzo.
Por eso fuimos a Torreón con Alan Herrera, un abogado del centro que hace el primer contacto con quienes buscan a sus desaparecidos. Ver su trato con la gente, en particular con un hombre que busca a su exesposa y a su hijo, me dio una mirada íntima de cómo se ven los esfuerzos de reconstruir esa relación.
Alan Herrera visitando la colonia Miguel Hidalgo. Fred Ramos para The New York Times |
¿Qué papel tienen los voluntarios no científicos, muchas veces buscadoras y buscadores ellos mismos de sus familiares, en el rastreo de restos?
A pesar de que durante mucho tiempo cubrí la fuente de ciencia —soy biólogo de formación— no quería darle todo el foco a los científicos del centro. Son parte fundamental de lo que se hace ahí. Pero, como ellos mismos me decían, nada de esto ocurriría sin las familias.
Me interesaba ver a ambos grupos en acción. Por eso acompañamos una jornada de búsqueda en el desierto, en una región conocida como Patrocinio. Ahí se sospecha que integrantes del cártel de Los Zetas quemaron y enterraron a cientos, si no es que miles, de personas.
Me sorprendió que la mayoría de fosas descubiertas recientemente no habían sido identificadas por el equipo científico —arqueólogas, científicos forenses y hasta una geofísica, con un dron y cámaras térmicas— sino por las buscadoras mismas. En particular una de ellas: Rocío Hernández Romero, quien busca a su hermano.
“La misma tierra a veces te habla”, me dijo Hernández Romero en el desierto. Ella y otras buscadoras, que llevan años en esto, han enseñado a los miembros del CRIH dónde y cómo buscar fosas.
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Asunto de debate: uníos, desordenados del mundo
Eli Durst para The New York Times |
“El mundo es duro con la gente desordenada”, escribió la terapeuta KC Davis en un ensayo de Opinión. Las casas de personas exitosas, pensaba ella, son luminosas, espaciosas y sin pilas de ropa tiradas por todas partes. “Durante años, sentí que no pasaba la prueba de fuego estética para ser adulta”. Eso cambió cuando finalmente aceptó que era desordenada.
El desorden, escribe Davis, debería celebrarse y no verse como un mal hábito que hay que cambiar o como algo asociado a la pereza. Además, señala, la ciencia la respalda.
Te invitamos a leer el ensayo y opinar sobre si el desorden debe considerarse un defecto moral o algo digno de aceptarse.
—Elda Cantú y Sabrina Duque producen y editan este boletín.
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