lunes, 17 de febrero de 2025

Los normalizadores no respetan al pueblo venezolano

 

Los normalizadores no respetan al pueblo venezolano

Por Asdrúbal Aguiar EL NACIONAL  
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El poder y las élites en Venezuela –sean los ocupas del Palacio de Miraflores, sean las franquicias sociales y políticas que se benefician de la república– no han entendido al pueblo venezolano. Ni siquiera les avispa lo ocurrido tras las elecciones primarias del 22 de octubre de 2023, en las que resulta electa candidata presidencial María Corina Machado con 92,35% de los votos, o las elecciones presidenciales del 28 de julio de 2024, cuando un personaje ajeno a la política, Edmundo González Urrutia, vence con 40 puntos de diferencia al represor Nicolás Maduro Moros. Permanecen disociados de la realidad. Son inmunes a la autocrítica. Es como si la transparencia los llevase a golpearse contra el vidrio que no distinguen, como zamuros de la política.

Ramón J. Velásquez, perspicaz hombre de Estado, historiador y presidente provisional, pasado El Caracazo me decía que el pueblo venezolano abandonó sus casas sin el propósito de regresar. Se fue a la calle, de repente, más allá de las teorías conspirativas que luego se alegan o las de quienes se las inventan para aderezar narrativas y traspapelar fracasos épicos. Gritó a las élites que había llegado la hora –tras 40 años de modernización y de aprendizaje democrático– de su emancipación. Que la tutela había finalizado, tanto la del partidismo acaudillado como la de los cuarteles regentados por «gendarmes necesarios», que se inventan naciones, les dan muerte, y después las besan incestuosamente y en cadena para resucitarlas, mostrándose como sus salvadores. 

El caso es que la elección directa de los gobernadores y alcaldes ofrecida como solución por los partidos, tras la emergencia del 27 de febrero de 1989, en modo alguno interpretó adecuadamente el quiebre social y cultural ocurrido. Apenas contuvo la ebullición, durante una década más. El dominio partidario y de los llamados cogollos se trasvasó desde lo nacional a lo regional, y sólo eso. Como en un juego de naipes entre oficiantes de elecciones, miopes ante la nación que hicieran crecer y madurar sus propios partidos, se empeñan en comprarla, prostituyéndola en pública almoneda. 

El protagonismo que buscó reconocérsele a esta en buena lid, pasadas tres décadas y algo más desde la caída de la penúltima dictadura militar y constante en el Proyecto de Reforma Constitucional de 20 de marzo de 1992, fue víctima de una conjura por los mismos partidos. Sólo entendían de beneficios o cuotas de poder, distribuibles entre ellos: ¡Ese favor no se lo vamos a hacer al gobierno!, me dijo un prominente senador el 16 de marzo de 1997. Habían pasado 5 años. Las alarmas no eran escuchadas. Las aceras de las calles hervían. Lo viví a piel rasgada como gobernador de Caracas.

No por azar, mediando otro militar de ocasión, ladino, de verbo atronador –Hugo Chávez Frías (1999-2012)– y calco de los Monagas de nuestro siglo XIX, la prédica del poder popular originario se abrió camino desde la academia y aquél la hizo suya. Así, desbancó, sin oposición alguna, ya cooptados algunos de los dirigentes partidarios causahabientes del glorioso Pacto de Puntofijo, al último congreso democrático electo en 1998. Su cabeza visible y representativa –el chavismo era una primera minoría, sin poder decisorio– fue el joven diputado Henrique Capriles. Más tarde se confesará feligrés del socialismo del siglo XXI, encarnado en Lula da Silva.

Antonio Guzmán Blanco, autócrata ilustrado a diferencia del señalado e iletrado gamonal posmoderno de Chávez Frías, mientras organizaba su larga dictadura y centralizaba férreamente al Estado desde el septenio (1870-1877), al que siguen sus períodos 1879-1874 y 1886-1888 sin contar los de sus títeres, tamizó su despotismo. Distrajo al pueblo, obligándole al estudio de la Constitución Federal de Suiza. Su manual de enseñanza lo ordena publicar en 1879. Buscaba que mirase al firmamento, mientras le quemaba la planta de los pies. 

La Constitución de 1999, desde su pórtico y antes de formalizar un Estado presidencialista y militarista, de poderes sometidos y sin autonomías estadales ni municipales, igualmente ocultó su verdad ominosa tras una idea luminosa. Enhorabuena le sirve al mismo pueblo venezolano de responso o regañina a la mano. No es otra que la de la soberanía popular. Esa que quiso hacerse patente sin ser escuchada en 1989, luego en 1992, secuestrada en 1999, y que ha regresado por sus fueros desde 2023. 

La cuestión es que, en el alma de las élites venezolanas carece de toda entidad y de voz propia el pueblo, la gente, el conjunto de los venezolanos. Les temen más a los esbirros. Y lo comprendo.

La soberanía popular les resulta metafórica, como lo fuera para el mismo Chávez, que no se cansó de repetir que el pueblo encarnaba en él, pues él y sólo él era el pueblo. Para el mundo de los partidos y el de las asociaciones gremiales, la soberanía popular sólo adquiere concreción dentro de sus espacios y se manifiesta de modo fidedigno únicamente a través de los poderes del Estado. Les es fácil y hasta cómodo obviar, por ende, el 28 de julio, sin sentirse obligados a defenderlo. Desprecian al pueblo. Tanto que, luego de traicionarle y despreciarle, lo invitan para que los acompañe en las elecciones regionales y municipales que organiza el partido dictatorial, responsable de haber volteado las mesas electorales y de robarse sus votos. 

El representante de Estados Unidos, en los días previos a las elecciones primarias de 2023 –soy testigo de excepción– observaba que los venezolanos en el exterior no votarían. Los partidos lo habían acordado, para proteger a sus candidatos. Pero el tren de la historia les pasó por encima. Restan para las nóminas oficiales. El espíritu de la nación, resiliente, que se hizo uno con el cemento del dolor por las separaciones, entre tanto les dijo basta. Siguió una voz que les sirvió de voz, sin pretender secuestrarla, la voz de María Corina. A esta no le piden cargos, tampoco canonjías, sino algo muy simple y vital: libertad para regresar, libertad para emprender, sin sujeciones partidarias ni cuartelarias.

Pero eso, que es tan liminar, no han logrado entenderlo ni lo entenderán. Prefieren normalizar a la satrapía que destruyó a la república y contra la cual se ha levantado la nación, en paz y con sus votos. Suponen, tozudamente, que la soberanía le pertenece al Estado y a quienes lo detentan, desde adentro o en el exilio. Eso fue así, a lo largo de la modernidad. No más.

Lo evidente es que hacen aguas los Estados y nada valen sus soberanías absolutas de extracción monárquica, ante el tsunami de la globalización y la penetración del crimen organizado transnacional. Basta que les golpee sobre la mesa el puño del inquilino de la Casa Blanca o el del dictador de Zhongnanhai para que tiemblen. Lo estamos constatando.

Se dice que el pez muere por la boca, y es verdad. Chávez Frías, para ponerle término a la Constitución del ’61 que calificó de moribunda, por representativa, invirtió su lógica. Y se les ha devuelto a sus herederos como castigo. 

Hasta 1998 el pueblo manifestaba su soberanía a través de los poderes públicos, en la práctica, de los dirigentes políticos y de partido, como lo hacen el PSUV y su teniente Cabello. Llegado 1999, para justificar el propio Chávez su atropello constituyente ante las narices del Congreso y de la Corte Suprema de la época, constitucionalizó la fuerza directa de la soberanía popular. “La soberanía reside intransferiblemente en el pueblo… Los órganos del Estado emanan de la soberanía popular y a ella están sometidos”, reza el artículo 5 de la Bolivariana. Y de allí que, el mismo Chávez, para a la par legitimar su acción insurreccional del 4F, exigió incorporar a su Constitución otra norma que validara a la anterior: “El pueblo de Venezuela… desconocerá cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticas o menoscabe los derechos humanos”, dispone el manoseado artículo 350.

En suma, la fuerza en acto y el dogma cristalizado de la soberanía popular se reveló el 28 de julio del pasado año. Ella vale por si sola, sin que pueda condicionársela o falseársela a través de la acción u omisión de algún poder real o ficticio del Estado. Su expresión auténtica consta en las actas de votación, que son documentos públicos emanados de una autoridad electoral, correspondientes a cada mesa, y conservados en el Banco Central de Panamá. Son las que certifican el mandato del presidente electo y es la soberanía manifestada la que le dispensa a Edmundo González Urrutia su incuestionable legitimidad como presidente electo de Venezuela. 

La prioridad real, a la sazón, es la desocupación fáctica de los invasores para poder gobernar y restituir a los venezolanos su libertad y el sentido regenerador del esfuerzo propio y el mérito. El pastoreo de nubes, como la graciosa repartición de generalatos o de doctorados y honores colectivos en las horas de desayuno y pasada la borrachera – es el caso de Cantalicio Mapanare, lo cuenta Mariano Picón Salas en Los Batracios – han de quedar en el plano de lo virtual y fugaz, en las nubes. Son la obra de una dislocación, de un accidente histórico. El ser genuino del venezolano es otro, lo decía nuestro primer exilado, don Andrés Bello. Al narrar sobre el malogramiento de las minas y El Dorado, como origen de nuestros males, escribe en 1810 sobre nuestra sucesiva regeneración civil y nuestro empeño en las ocupaciones más sólidas, más útiles, más benéficas, a saber, las relacionadas con la industria y el trabajo. Ya teníamos una universidad, la de Santa de Rosa de Lima y el beato Tomás de Aquino, en Caracas, y como epígono a un sabio, a José María Vargas.    

asdrubalaguiar@yahoo.es

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