martes, 11 de marzo de 2025

Promovamos y preservemos nuestros valores venezolanos

 

Promovamos y preservemos nuestros valores venezolanos 

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 EL NACIONAL  

Cuando se habla sobre Venezuela, frecuentemente se enfatizan sus grandezas naturales, sus riquezas, sus copiosas flora y fauna, sus imponentes montañas, las mujeres hermosas y también ciertas locuciones de lo que usualmente se denomina «cultura popular». Igualmente se realza la guerra independentista y se glorifican de manera considerable las gestas heroicas. No obstante, suele ocurrir que los valores literarios, artísticos y filosóficos permanezcan casi en penumbras. Esta peculiaridad ha generado, como consecuencia, una suerte de desapego hacia figuras como escritores, pintores y dramaturgos, entre otros. Su legado tiende a quedar relegado a un ámbito reducido, percibido como exclusivo para «mentes cultivadas».

Profundicemos aún más en este tema. Proliferan actualmente los archiconocidos «podcasts» donde, en un formato recurrente, suele haber un entrevistador que formula preguntas dirigidas a un venezolano del tipo: «¿Cómo dice un venezolano que está disgustado?». Ante esta interrogante, el entrevistado, casi siempre con una sonrisa pícara o cómplice, responde de inmediato: «Un venezolano diría algo como ¡***$#!», recurriendo a una palabrota que aquí he decidido graficar con símbolos para ilustrar el ejemplo sin reproducirla literalmente. 

Aunque podría mencionar una larga lista de casos similares, lo relevante no radica en los ejemplos específicos, sino en el hecho de que este tipo de contenido contribuye a una distorsión acelerada y evidente del lenguaje propio de la región. Es cierto que todas las culturas, sin excepción, poseen su propio argot y expresiones coloquiales, pero este debe ser entendido como un complemento o una muestra rica de diversidad, nunca como un sustituto del habla cotidiana que conforma la identidad lingüística de las comunidades. No estoy refiriendo a modismos que más de las veces enriquecen los léxicos. 

Abundan las sugerencias, enmascaradas de sabiduría, que proponen prescindir desde la niñez los estudios relacionados con el lenguaje, la literatura y asignaturas similares. Con desprecio manifiesto, ridiculizan hasta el extremo los estudios que conforman las llamadas Humanidades. Pero no se detienen ahí. Con tono impositivo y cierta petulancia, desautorizan a abogados, literatos e incluso a los siempre impopulares filósofos, cualificados casi una «casta maldita». Tanto es así que cuando alguien quiere denigrar las ideas de otra persona, no hay mayor socarronería que llamarle «el filósofo de tal lugar». Lo más alarmante, sin embargo, es que esta propensión ha revivido incluso dentro de nuestras propias Casas de Estudio, donde vuelve a plantearse la supresión de estas carreras. ¡Y pobre del joven que ose comunicar su propósito de estudiar Educación!

En las grabaciones mencionadas supra, observé y escuché a un orador dirigiéndose a su audiencia con la siguiente pregunta y su propia respuesta: «¿No se han planteado el motivo por el cual artistas, literatos, filósofos y otros critican la economía de mercado? Claramente, porque no consiguen encajar en el mercado laboral y, al no tener salida, apelan a la descalificación». Este razonamiento es un claro ejemplo del conocido sofisma de apelación al ridículo, una falacia que busca descalificar los argumentos del oponente mediante la bufonada o la trivialización. Además, forma parte de una serie de variantes similares dentro de los vicios argumentativos.

Al ahondar en el extenso ámbito del conocimiento interrelacionado con las obras literarias, artísticas y filosóficas, topamos con un problema que puede resultar intensamente triste, abrumador. En la actualidad, incluidos textos emblemáticos como «Doña Bárbara», que durante mucho tiempo fueron considerados pilares de nuestra identidad cultural, han dejado de ser leídos o atendidos por extensos sectores de la población. Aludir a nombres como Pedro Emilio Coll o José Antonio Ramos Sucre despierta, en el mejor de los casos, locuciones de desconcierto por parte de quienes nunca han escuchado de ellos, y ni hablar de si alguna vez han tenido contacto con su obra. Si se pregunta por Elisa Lerner, es altamente probable que muchos no sepan siquiera quién fue o qué legado dejó para la literatura y el arte. Y si uno se atreve a ir más lejos aludiendo a figuras como Juan Germán Roscio, Rafael Villavicencio o Adolf Ernst, seguramente reciba miradas vacuas o respuestas fortuitas. 

A lo mejor me podría conformar con que, al menos, alguien reconociera las contribuciones fundamentales de intelectuales como Ernesto Mayz Vallenilla u Óscar Sambrano Urdaneta, quienes forman una parte crucial de nuestro patrimonio cultural y académico. Han aumentado los llamados a valorar el pasado originario, y ni por casualidad saben quién fue Fray Cesáreo de Armellada, Premio Nacional de Cultura, nuestro insigne «Padre Pemón», autor de la primera gramática y diccionario de la lengua pemón. Sin embargo, estos nombres parecen estar en el cajón de los olvidos.

Resulta innecesario reflexionar mucho para entender las razones (¿razones?) que están detrás del predominio de esta medianía iletrada -tan bien ilustrada por Ortega y Gasset en la España de ese entonces-, que ha arrojado al país a una crisis sin precedentes. Al cercenar, desde las fases más tempranas de desarrollo, la capacidad de comprensión lectora y el acceso a herramientas primordiales para el raciocinio, se disloca por completo la viabilidad de fraguar un pensamiento crítico idóneo para analizar y transformar la realidad. Esta tramoya, silenciosa pero devastadora, ha resquebrajado las bases intelectuales de generaciones enteras. 

La Venezuela que soñamos y anhelamos construir no se define únicamente por la riqueza de sus recursos naturales ni por la magnificencia de sus paisajes. Anhelamos una nación construida sobre valores profundamente arraigados en su gente, valores que florezcan sin dar cabida a enfoques fanáticos de ningún tipo. Nuestra perspectiva de Venezuela es aquella donde cada niño, cada joven y cada adulto pueda desarrollarse plenamente en un entorno que reconozca y respete su dignidad intrínseca como ser humano. Es una nación cuyo éxito no solo se mida en bienes materiales, sino también en la calidad de vida, la equidad de oportunidades y el florecimiento de una sociedad que promueva el respeto mutuo, la educación integral y la justicia.

@yorisvillasana

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