La masacre
I
Ya desde el vientre materno los niños hacen cola en Venezuela, reporta la prensa extranjera desde aquí. Las madres prefieren hacer horas de fila embarazadas para ir comprando los pañales del futuro hijo de la patria y almacenarlos lo más que se pueda, antes que soportar esas mismas horas de humillación recién paridas y con un bebé en los brazos. Eso, desde luego, si el neonato sobrevive al hospital-cloaca donde le toque nacer, no sea que los rabipelados se le metan en la caja de cartón que le sirve de cuna y de una mordida le contagien cualquier infección que no habrá con qué curarle. Y que no se le ocurra el desatino de nacer escaso de salud, que acá la consigna es el exterminio y los directores de este gran tanatocomio se esmeran para que nadie sane de ninguna enfermedad. La medicina es una excentricidad burguesa y esos niños con cáncer que protestan en la calle por falta de insumos para sus tratamientos son títeres desestabilizadores. Pero el gobierno revolucionario no cae en la trampa y es por ello que en enero de este año Pdvsa suspendió el financiamiento del convenio entre Italia y Venezuela que, hasta 2014, había logrado trasplantes para casi 300 niños con linfoma y leucemia. Eso sí, si el niño es sano, le gustan los carritos chocones y su papi es amigote de cualquier traidor de la patria, la misma Pdvsa gastará centenares de millones de divisas fuertes para que se divierta corriendo en las pistas de Fórmula Uno. Que Dios proteja también a esa criatura incauta de nacer en la frontera, con raíces en ambos lados: las tropas nacional-socialistas del Führer de Ocaña, guardianas del pueblo, la separarán de sus padres y seguro le advertirán que no cualquier niño con doble nacionalidad puede llegar a presidente. Y si el niño se empeñó en vivir y llega a adulto, que se atenga a las consecuencias de tamaño descaro, porque acá en este submundo el hombre nuevo no tiene garantizado el derecho a la vida; lo que sí se garantiza es la impunidad para que un ejército de ángeles matones lo despache con furia.
II
Días de “masacre y muerte”, anuncia iracundo el sumo oficiante de la secta, en caso de que esta sea derrotada en unas elecciones y comience tal vez a declinar el imperio del crimen que fundó el líder de la megabanda, alias “el Arañero”. Nadie se asombra, por supuesto, pero es ridículo desnudarse de esa manera, proyectando en otros lo que él mismo hace y seguirá haciendo, como también lo advirtió: “Yo seré el primero en salir a la calle” (para desconocer una eventual victoria de gente demócrata). Lo menos que produce este ser –“payaso corrupto” lo llamó un hijo de la diáspora cubana– es grima. Al cabo de más de tres lustros de –precisamente– masacre contra la sociedad toda, semejante admonición apocalíptica rebosa de cinismo: mal puede un mitómano pretender heroísmo y dárselas de jinete justiciero cuando no ha hecho más que ser el albacea de un legado de muerte y devastación, única herencia del Traidor Eterno. Muerte prometieron, cultores del mal al fin, y masacre hemos tenido. En vez de días de “masacre y muerte”, es grato más bien pensar en el Dies Irae que les aguarda.
III
Acá en el paraíso de los maleantes el derecho a la vida es letra muerta, proclamado como está en una constitución que murió al nacer. Pero no les basta a los infames con ese solo derecho derogado: hay que abolirlos todos. Capítulos enteros del Título III de la Constitución, esa “bicha” asquerosa que tanto disgusta a los criminales oficiales de lesa patria y lesa humanidad, son un chiste macabro al cotejarlos con la realidad. El derecho a la integridad física, a la inviolabilidad del hogar, a la libertad personal, al debido proceso en los actos judiciales y toda esa ristra de derechos civiles, sociales, políticos, familiares, económicos y etcétera, contenidos en el texto más violado de la historia, fueron abrogados de facto por la malandrocracia gobernante y sus muy hitlerianos juristas del horror. Decir que bajo el actual estado de excepción existen derechos y garantías que se mantienen vigentes es repetir el mismo chiste malo, tan malo y repetido que da náusea. El chavismo como secta es un despliegue prodigioso de talento para la perversidad. Entender esta obviedad debería ser el primer paso para encararlo.
IV
Muchos expertos en ciencias inexactas tendrán que explicar, en algún momento, por qué a estas alturas de la debacle siguen diciendo que estamos “a punto de” ser un Estado fallido. No existe definición de tal cosa con cuyos parámetros no concordemos, no hay baremos de los cuales no salgamos con el más negativo de los signos. Ya hasta las palabras se van desintegrando para siquiera aproximarse a tanta decadencia. El hilo constitucional se rompió hace años, la república se perdió, pero en lugar de pensar en refundarla, la vocería mayoritaria, que no ve crímenes en los criminales, insiste en hablar del “fracaso” de un “modelo” que hay que cambiar. ¿Cabe hablar de “fracaso” en el caso de un grupo que ha logrado, “por ahora”, todo lo malo que se propuso? Definitivamente no. Todas las vías –poco importa en última instancia si la electoral es la mejor o no– deberían conducir no al triunfo sobre un adversario que no es tal, sino a extirpar la malignidad que representa para tratar de recuperar lo perdido, lo destruido y lo saqueado. Para evitar que la barbarie termine de masacrarlo todo y poder entonces, quién sabe, empezar a medio vivir.
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