jueves, 5 de mayo de 2016

Relato del aeropuerto

Relato del aeropuerto

En días recientes, me tocó quedarme varado en un aeropuerto del interior. Un vuelo de las seis de la tarde no terminaba de salir y todos los pasajeros veían a través de una vidriera al gigante dormido. Una lluvia tenue caía sobre el fuselaje y limpiaba las costras de viejos desplazamientos. Nadie informaba nada; no se veían controladores ni asistentes de pasajeros. Los altoparlantes tampoco reaccionaban. Una espera ciega, sin destino. Estábamos en una de esas salas que aparecen cuando uno traspasa los detectores de rayos equis, especie de limbo donde dormitan hileras de sillas. Es un purgatorio, porque después de creer que ya estarás volando te clavan a tierra sin clemencia, y sin oyentes para tus preguntas o reclamos. Hay quien se le ha ocurrido preguntarle al guardia, que ausculta los equipajes en pantalla, si sabe algo, pero el hombre no contesta; sólo te mira de arriba a abajo. La sala en forma de cuadrado tiene tres paredes grises, vetustas, y la cuarta vendría a ser la vidriera, con el avión mojado al fondo. Todos ponen la mirada en esa estampa acuosa, que adormece los sentidos. Es preferible a ver las paredes, llenas de cuadros de presidentes, ex presidentes, gobernadores y algún general. Están tan cerca, que casi te oprimen. A uno de los jerarcas le está cayendo lluvia y reposa con los ojos cerrados. Mira hacia adentro, como si dialogara con la muerte.
De pronto aparece un técnico, con una braga color sepia. Hay manchas de aceite en los bolsillos. Una señora se le abalanza, y alguien escucha la palabra caucho. “Tenemos que cambiar un caucho del tren de aterrizaje”, alcanza a decir el mozalbete aceitoso. Pero lo que no agrega es que el repuesto lo han ido a buscar a una ciudad vecina, a dos horas de distancia. De esto nos enteramos después, entre la vocinglería que va en aumento. Unos exclaman, otros caminan, unos terceros se resignan. Hay unos niños que corretean, como persiguiéndose unos a otros; hay una mujer que da de mamar a un crío; hay una señora ciega, que no suelta la mano de la hija que juega a lazarillo. Afuera la lluvia arrecia, y ese espectáculo tranquiliza a la mayoría. Del limbo sólo se valora que nos resguarde de la intemperie.
Alcanzo a ver un periódico doblado en una de las sillas del fondo. Trae noticias de tres días atrás: un embalse que no se llena, corte de luz en la capital del estado, cierre de calles por falta de agua, policías que impiden el saqueo de una farmacia. Estas son las noticias de la región. En deportes se celebra los logros de un criollo en las Mayores; en farándula una miss anuncia su divorcio; en la contratapa el cadáver de un maleante, el rostro borroso para resguardar la identidad. No da ni para cinco minutos la lectura. Nada ocurre en la nación, o más bien todo lo que ocurre es siempre lo mismo: lo que falta, lo que perdemos, lo que no tenemos; los que se van, los que se quedan sin futuro. Y allí están los pasajeros, en una espera que no tiene límites, viendo a un avión en tierra con los ojos cerrados, incapaz de volar, de llevarnos a otro horizonte.
Al tragar me doy cuenta de que estoy con sed. Veo al fondo el único expendio de la sala, donde una señora atiende con desgano. Le pido un refresco y me destapa una botella sobre el mostrador. Me cobra 500 bolívares por 250 centímetros cúbicos de gaseosa y sé que me está estafando. Al poner la botella de vuelta en el mostrador, veo el precio impreso en el vidrio: 250 bolívares. Le digo: “Señora, me está cobrando el doble del valor”. Me contesta: “Ay, mijo, yo sólo cumplo órdenes”.
La noche comienza a caer y del caucho que viene en camino no se sabe nada. Ocurre que la inercia o la desidia activan conversaciones varias. Por allí desfilan el país, una suegra, un incendio, un accidente similar, una tragedia con pérdida de familiares y otra vez el país. Siento ganas de ir al baño porque ya vamos para dos horas de espera. Apenas entro me golpea una ráfaga de orín. Es obvio que no hay agua y todos los desechos se van acumulando. Son tres los urinarios disponibles y cada uno con su pozuelo entre amarillo y mostaza. Trato de escoger el menos fermentado, pero es inútil. Finalmente desaguo y pienso que al menos allí, en el detritus, nos encontramos todos, sin distingos, amalgamados armónicamente, esperando que la lluvia de afuera lave lo que nos condena como individuos. 

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