Los muertos
La muerte venezolana era ya sin nosotros
la muerte boba
la muerte sin papeles sin paga sin reclamo
la muerte arboladura de los poderosos
vieja costumbre mal acostumbrada
descomunal zamuro devorando vivos a los pobres.
-Víctor Valera Mora.
Hace unos días en la Asamblea, la madre de un joven asesinado en una OLP dio un testimonio desgarrador en el que dijo algo que me conmovió. Una reflexión tan simple, tan evidente, pero que contiene tal carga de verdad que deja de ser simple y se convierte en elemental, que es distinto. Ella dijo: "A un hombre se le llama viudo cuando pierde a su esposa. A un hijo cuando pierde a su madre se le llama huérfano. ¿Y cuando a nosotras nos quitan a un hijo cómo le llamamos? No tiene nombre”. Esta mujer está denunciando que el lenguaje le queda corto a su dolor.
Al final de su intervención, se dirige a Maduro y dice algo que levanta un tema que es y será clave para entender todos los horrores de estos años: "Que Dios le guarde a sus hijos, si esa cosa tiene hijos, porque él no merece llamarse ni Hombre ni Presidente de la República, se le llama Cosa".
El tamaño de la brutalidad nos hace pensar en los victimarios como inhumanos, pero el problema es que eso es tan fácil que nos lleva a desestimar los mecanismos que lo hicieron posible. Quienes asesinaron al hijo de esa mujer -y a todos los demás hijos- eran humanos, pero también eran otra cosa más, o dejaron de ser alguna otra en el proceso. Pensar en esto nos lleva a un lugar que es inexplorable en su totalidad por medios racionales. Tal es el sinsentido, tal es el vacío detrás del mal, que uno ve todo esto y le teme al diablo.
Hablamos de los muertos para llevarlo a su máxima expresión, pero la barrera de la dignidad humana ha sido destruida de tantas otras formas: los torturados, los expulsados de su propiedad, los perseguidos y acosados. Es tanta la maldad en tantos ámbitos que de verdad que cuando se mira el panorama completo es difícil no expresarlo en términos religiosos, es difícil no hacer uso de aquello que la religión ya definió tan bien: los nombres de lo innombrable. Es por eso que cuando Capriles declaró que le dijo al Papa: "Ojo Su Santidad, nosotros estamos lidiando con el diablo”, lo entiendo plenamente a pesar de lo extraño y esotérico que suene en el discurso político. Porque lo que sea que está pasando en Venezuela es algo que trasciende las simples fronteras de lo político y lo económico, hay un también un problema que tranquilamente también se puede llamarespiritual.
Probablemente la única manera racional de lidiar con todo esto en retrospectiva será estudiando las ideas que permitieron que sucediera para evitar que se repita: la deshumanización del otro, la propaganda, la hegemonía, la responsabilidad colectiva que es de todos y es de nadie, el resentimiento, el odio, la envidia, la disolución del individuo en la masa, al aspecto lúdico de la violencia, la banalidad del mal... El asunto es que el trauma y el luto son de todo menos racionales. ¿Qué pasa con una herida así? ¿Cómo viven los que no murieron?
Una tesis de la Universidad Arturo Michelena hecha por Jessica Yuncoza y titulada "Violencia política en Venezuela: historias de vida de Américo Martín, Jesús Hermoso y Rosa Orozco”, recoge testimonios de víctimas en distintas alturas de nuestra historia reciente. El testimonio que rescato acá es el de Rosa Orozco, madre de Geraldine Moreno, por representar a un sector muy invisibilizado cuando hablamos de estos temas: las madres de los muertos.
Este segmento en el que cuenta su perspectiva del día en que la Guardia Nacional asesinó a Geraldine lo extraigo de la transcripción de la entrevista que luego se encuentra parafraseada en la tesis, y su valor reside en hacernos entender el pleno peso de la destrucción física del cuerpo para un familiar, más allá de un titular o un conteo:
"(...) Me tocan la puerta, era uno de los amiguitos de Geraldine y me dice “a Geraldine le dieron un tiro en la cara”. Entonces, imagínate, yo salí en medias y me voy y cuando veo a Geraldine le veo la cara tapada y me voy para la clínica. Ella se quejaba, y no entiendo cómo fue eso, porque se quejaba muchísimo, y cuando se quejaba "Me duele la garganta", y yo "Claro que te duele", y "Me duele la cara", y me dijo "¿Los muchachos mamá?", y le dije "Están bien todos, quédate quieta que te van a llevar ahorita para la terapia, te van a entubar porque estas muy agitada". Y no me dejaron verle la cara. "Bueno, mami, todo va a salir bien", me dijo "Bendición" y yo "Dios te bendiga, mami". Hasta ese día hablé con ella. No sabemos cómo habló. Porque ya Geraldine tenía el cartucho en el ojo metido y tenía casi todo el cerebro destrozado, la masa cerebral estaba destrozada. Los médicos me dijeron que pudieron ser reacciones. Pero no sé cómo son esas reacciones, ¿porque te queda en el cerebro qué? Tampoco saben cómo pudo haber hecho eso. Yo no pensaba nada. Yo necesitaba que me dijeran qué era lo que tenía para saber qué era lo que necesitaba Geraldine. Yo no caigo en descenso, mi persona no me permite en este tipo de cosas, bajar ni caer, no te digo que no pueda llorar, pero no perder el control, no, yo lo hago, lo tengo que hacer. No dejo, no permito. Una vez me preguntaron que si tengo luto, y yo digo: a lo mejor este luto comenzará cuando termine esto y tendré luto pero ahorita no me puedo dar el lujo”.
La transcripción acaba también con un cuestionario que nos ayuda a llevar la tragedia a sus dimensiones más íntimas:
"-Peor momento:
Mi peor momento es ver la cara de Geraldine y verla en una morgue toda cortada y llena de cirugías. Es lo peor.
-Mejores recuerdos:
Una playa, una torta un cumpleaños, una navidad, acostarnos las dos y vernos la cara, ver televisión. Lo que pasa es que uno trata de pensar en cosas buenas y no... en las malas.
-Si pudiera regresar el tiempo...
No sé. Haber tenido a Geraldine un rato aquí más, antes de ese día. La acompaño, estoy con ella. Me dice un amigo que no me tocaba a mí, le tocaba a ella.
-Lo que más agradece...
Haberla conocido. Haberla tenido.
-Orgullo...
Cuando se graduó de preescolar. Fue la única toga que tuvo".
Todo eso por nada, por una sombra. Un tipo que de repente no era el que más odiaba ni el más violento. Cadenas de sombras, la sistematización de la muerte, de la maldad, del luto. La distribución de la culpa. Una cadena sin fin que no nos lleva a nadie, que nos regresa al principio y nos confronta con esa fibra elemental y maldita de la raza humana. La violencia, el mal, la destrucción, el suicidio.
Y me pregunto cuántas veces he visto lo mismo, cuántos nombres de padres y muertos conocí con cada ciclo nuevo de protestas y represión, con cada sarpullido violento, cada secuestro y extorsión. Y a veces se pierden los nombres de los otros muertos, aquellos que hemos clasificado en la categoría "morir de mengua". Estos últimos muertos suelen quedarse en nuestra esfera personal e íntima, son tantos y tan dispersos que rara vez clasifican para la actualidad noticiosa.
Un muerto, todos los muertos, ningún muerto. Porque luego la tragedia se retira a lo íntimo, solitaria. Geraldine Moreno se confunde con Génesis Carmona y ya no sabemos cuál es la de la moto y cuál la de los perdigones en la cara. Al pasar el tiempo, la dimensión plena de la tragedia se queda solamente con alguna madre en la noche, mirando el techo, sola. El recuerdo punzante todas mañanas. El recuerdo cuando limpia los platos, cuando ve televisión, cuando habla por teléfono. El pensamiento intrusivo cuando se da cuenta de que está olvidando el sonido de su voz, o de que está fabricando recuerdos que no existieron.
El odio añejo. La gente que se volvió y se volverá loca. Madres, padres, hijos, hermanos. Arrojados al hueco podrido. La onda expansiva de la muerte, su efecto contaminante, radiación residual. Gente dañada, lisiados también de otro tipo. La habitación intacta. De repente, la circunstancia desfavorable de ser el hijo que siguió vivo. El peso de la ausencia. La culpa de seguir vivo. Una enfermedad sin canalización, de la puerta para adentro, una enfermedad con culpa. El germen del odio. El tipo de dolor que se hereda.
Cómo explicarnos que esto pasó, que esto existió, que el ser humano también es esto. El mal puro, natural y pleno. El mal por el mal. Y entonces las sombras regresan a sus casas, abrazan a sus hijos, hablan con sus esposas, se conectan a Facebook y les desean feliz cumpleaños a sus amigos. Se distraen, viven, se cruzan en la calle con nosotros. Mojan el pan en el café, discuten por la alfombra del baño. Y las consecuencias para ellos sólo existen a veces cuando se acuestan y recuerdan lo que hicieron, también mirando al techo en la noche, como la gente normal, entonces piensan que se sintió bien, que les gustó, que aunque eso no fuera la totalidad sí que es la esencia: son eso, en su fuero más íntimo, son eso. Y algunos de ellos seguro no lo entienden y otros llorarán, pero la verdad no se elige. Y habrá –más atemorizante aún– alguno que ni piensa al respecto y ya lo olvidó, igual que como tú y yo olvidamos responder un correo o desearle a alguien un feliz cumpleaños.
Muertos, los niños muertos con tierra en la boca, con tierra en los ojos, con tierra en la boca. Los muertos agusanados en las cunetas, los muertos mutilados en el monte. Los muertos niños en camillas de hospital. Los muertos que no están, la ausencia de los desaparecidos. Los parapléjicos, los lisiados, los miserables.
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