He tenido el privilegio de conocer unas cuantas personas de vuelo intelectual majestuoso. Desde aquellas que se dedicaban a la composición, al pensamiento, la creación literaria, la cinematografía; hasta quienes se dedicaban a la arquitectura. Gente que se caracterizaba, algunos todavía se caracterizan, por su humildad en el más lato sentido del término. Pero también me ha tocado el pesar de conocer a unos cuantos, y cuantas, con presuntuosas “bibliotecas” donde exhibían ediciones apoteósicas de Rayuela de Cortázar; Ulises de Joyce; la Biblia; El capitalDivina comedia; por citar solo algunos títulos enjundiosos, así como hay necios que muestran a una pareja de buen ver, o un automóvil de esos que llaman de alta gama.
Entre estos últimos, aunque cueste de digerir, hay unos más despreciables que otros: aquellos que nunca llegaron siquiera a abrir los textos exhibidos. Son intelectuales de celofán, aquellos bien descritos como sobacos ilustrados por su hábito pertinaz de cargar un libro bajo el brazo, el izquierdo preferiblemente, pero incapaces de siquiera hojear un diccionario, así fuera el de Espasa. Son los mismos que en cualquier conversación suelen mediar soltando rebuznos a diestra y siniestra para luego endosarle sus regüeldos al autor que según ellos les daba autoridad a sus imbecilidades. Créanlo o no, oí a un gañán con pretensiones de galán decir que no había un poeta amoroso más preclaro que Luis Edgardo Ramírez. Y sobraban féminas que se postraban ante semejante espécimen. Han existido otros, expertos en el arte adulatorio, que se hacían lengua disertando sobre la poiesis de Isaías “fiscalito” Rodríguez, el mismo que calló alcahuete ante las infinitas violaciones de los derechos elementales de los encarcelados por su querido Hugo Rafael.
A ver, que tampoco es tela de la que solo han cortado los aspirantes al relumbrón culturoso, si ahondamos entre aquellos que integran la secta de los dirigentes es de órdago la selección que se podría hacer. Allí usted puede encontrar desde el impresentable que padecemos cuando habló de la multiplicación de los penes, hasta los que citan a Weber, Platón, Maquiavelo o Rousseau, como si acabaran de comerse con ellos una escudilla de mondongo, y beberse una jarra de carato de acupe, mientras se palmeaban sonoros la espalda y se trataban de tú y compadre querido.  Son esos que, como suelen decir nuestros sabios campesinos, son tan arrechos por ese hocico que se tragan un burro entero y no sueltan siquiera un eructo.
Esa parvada desastrada de casposos no se le puede tratar de ayudar a sanearse siquiera un poquitín. Y hay varias razones. En primer lugar está la corte de alabadores de oficio e interés que pululan en sus entornos para inundarlos de lisonjas, panegíricos y cuanta zalamería se pueda imaginar; y a la vez lapidar a quien sea que ose decir así sea que tiene un zapato sucio. Inmediatamente a ese grupete están los ínclitos capitanes del capital cuya voracidad, principalmente, por los billetes verdes es proverbial y que asienten con frenético entusiasmo ante todo aquello que nutra sus siempre abiertas faltriqueras. Los estratos, cada uno de ellos con franjas propias, que rodean a esta horda pueden ser inagotables.
Deslindarse de esa plaga intelectual y dirigente es nuestra primera necesidad. Los celestinos de nuestro desastre se empeñan en defender con uñas, pezuñas y dientes las cuotas de privilegios que fueron acopiando. Tengo profunda fe en mi país, y sé que en algún momento se producirá el deslave necesario para arrastrar toda esa hez de la venezolanidad. Mientras tanto, toca seguir pensando las soluciones transparentes que todos merecemos.
© Alfredo Cedeño