El jueves, cuando me dispuse a maltratar el lenguaje con mi habitual fechoría semanal, debí esforzarme para no caer en la tentación de convertir este espacio en caja de resonancia del frenesí mediático inherente a las revelaciones de los Pandora Papers, así llamados, infiero, en alusión al «receptáculo de todos los males del mundo», regalo de bodas del vengativo Zeus a la cuñada de Prometeo, a fin de castigar a este por haber, previo robo, entregado el fuego a los humanos. Pero de mitología no van estas líneas. Y tampoco de las filtraciones resultantes «del examen de unos 12 millones de documentos relacionados con riquezas ocultas, elusión fiscal y, en algunos casos, lavado de dinero por parte de algunas de las personas ricas y poderosas del planeta, titánica tarea en la cual participaron más de 600 periodistas de 117 países». Estos papeles generarán asombros durante un tiempo, pues hasta ahora solo hemos percibido la punta del iceberg; empero, no serán de mi incumbencia en la entrega de hoy, 10 de octubre, Día mundial contra la Pena de Muerte, de los Tíos, de la Salud Mental y de los Repartidores de Periódicos, oficio en fase terminal de su existencia.

El próximo martes se cumplirá un año más de la llegada de un temerario navegante presuntamente genovés a esta porción del mundo ignorada hasta entonces por quienes detentaban el monopolio de la historia y de la geografía. El viaje iniciático de Colón y el avistamiento de Rodrigo de Triana son notas reiteradas de un cuento resabido —Alfonso Montilla, decía haber visto una película mexicana (Cristóbal Colón o La grandeza de América, José Díaz Morales, 1943), donde el descubridor preguntaba al marino del catalejo: ¿Ves algo, Rodrigo?  Y el vigía, moviendo la cabeza en gesto negativo, le respondía: ¡ni zopilotes!—; si, requetesabido y, por ello, descartamos repetirlo aquí. La efeméride es fiesta nacional de España, y en sus excolonias solía conmemorarse, en esa fecha aniversaria, el día de la raza o el de la hispanidad, pero llegó el revisionismo populista y mandó a parar.

El 12 de octubre de 2004 fue derribada la estatua de Colón emplazada en el paseo caraqueño nominado con su gracia; una acción vandálica y atroz, atizada por Chávez, mediante un atolondrado discurso plagado de estereotipos, lugares comunes   y la invariable e inevitable redundancia de quien habla mucho y piensa poco, cual un loro parlanchín de comiquitas; esa didáctica, aparentemente improvisada —en realidad ensayada narcisistamente—, y deplorable arenga no pasaba de ser caprichosa paráfrasis de Venezuela heroica (Eduardo Blanco,1883) y de  la Historia elemental de Venezuela del   Hermano Nectario María, orientada, con insufrible pedantería  a   dictar  una clase  magistral,  con base en una  banal simplificación de  la «leyenda negra»  —tesis tan maniquea como su contra, la  «leyenda dorada»—, propia de su patriotitis crónica, enfermedad infantil del chauvinismo radical que le compelía a estigmatizar el proceso civilizatorio —y  su correlato, el mestizaje cultural— operado durante la Colonia: a su arbitrario parecer, la nuestra  se inició en 1810.  El cotorreo nacionalista y el miche malo de mano en mano (o de boca en boca) bastaron para ajustar cuentas con el Almirante de la Mar Océana y desterrarlo de las fiestas nacionales.

Este año, en ocasión de los festejos y recordatorios de los 500 de la Conquista y 200 de la emancipación de México, hemos visto a otro subproducto foropaulista, Andrés Manuel López Obrador, exigiendo reparaciones y perdones a España y al Vaticano por las tropelías y abusos de conquistadores y misioneros durante la ocupación de Tenochtitlán y la evangelización de los pueblos nativos. Esta tela da para mucho cortar, pero aquí doy por terminadas mis divagaciones en torno al ridículamente bautizado Día de la Resistencia Indígena, porque quiero rendir homenaje al abogado, escritor, historiador y académico guayanés Manuel Alfredo Rodríguez, quien murió, a los 75 años, el 12 de octubre del turbulento 2002, año de inéditas movilizaciones populares y del derrocamiento, resurrección y atornillamiento del redentor de Sabaneta. Lo haré mediante la inserción en este espacio de una crónica escrita a propósito de un singular almuerzo ofrecido en su honor, cuando ejercía la presidencia de la República del Este. El texto original apareció en Código de Barra, blog de Pablo Antillano asociado a la revista del mismo nombre fundada y editada por Gustavo Olivero. Revisado, corregido y quizá disminuido mediante alguna purga u omisión involuntaria, lo someto a consideración de quienes tienen la cortesía de leer mis infracciones del domingo. Espero les guste.

El abominable mondongo de Manuel Alfredo Rodríguez. _

Dos acontecimientos motivan estas líneas. El primero, la incomprensible determinación de las autoridades alimentarias de, a pesar de la escasez de insumos idóneos, hacerse con un registro en el Libro Guinness de los récords, preparando un gigantesco sancocho, denostado por quienes lo probaron porque, afirmaron, el hervido no llegó siquiera a consomé. El segundo, unas declaraciones de Armando Scannone, manifestando su contento porque, para celebrar los 25 años del libro Mi Cocina, se serviría mondongo en el restaurante Le Gourmet.

Respecto a la búsqueda de notoriedad internacional, megasancocho mediante, ni su publicitada preparación, ni la expectación generada por su masiva degustación cumplieron con los estándares mínimos de calidad requeridos para su inclusión en el celebérrimo inventario de plusmarcas mundiales. En conversa meridiana con algunos contertulios de la Candelaria sobre el mayúsculo fiasco de los sancocheros bolivarianos, salió a colación un memorable condumio largamente anunciado: el mondongo con el cual un fablistán faramallero, asiduo concurrente a las barras del «Triángulo de las Bermudas» —Franco’sCamiloIl Vecchio Mulino— engolosinó a Manuel Alfredo Rodríguez, a la sazón presidente plenipotenciario de la República del Este, con  las virtudes atribuidas a la pièce de résistance del almuerzo dominical oficiado por su progenitora: un mondongo de padre y señor nuestro preparado la víspera, a objeto, aseveraba, de potenciar las cualidades saporíferas del celestial (¡¿?!) potaje. Manuel Alfredo sucumbió a la tentación y aceptó la convocatoria del insistente barrero. De punta en blanco, como si fuesen a una corrida de toros, se mandaron par de aperitivos al filo del mediodía de un domingo inolvidable en Camilo, y se marcharon en una carroza fúnebre suministrada por Elías Vallés a la modesta residencia familiar del periodista.

Recuerdo con claridad el domingo en cuestión, porque estábamos reunidos en uno de los vértices del mencionado triángulo festejando haber acertado 6 caballos en una combinación con base en 4 líneas y 2 carreras con todos los ejemplares (Bs. 144,00), y ganado algo más de 60.000 bolívares (cerca de 12.000 dólares). Debido al mucho alboroto, ¡venga otra botella a cuenta!, la aparición de Manuel Alfredo casi pasa inadvertida, cosa por lo demás prácticamente imposible si consideramos su enormidad —casi 2 metros de altura y unos cuantos quintales de peso—. Llegó en compañía de varios de sus ministros, invitados como él a degustar el nervioso dominguero. Por su cara de pocos amigos, barruntamos una catástrofe.

—¿Qué tal el mondongo? —inquirió alguien. Todos miramos con atención a Manuel Alfredo. Pendientes de su respuesta, no esperábamos una reacción tan brutal. Ante la pregunta, levantó la mano derecha y la dejó caer con fuerza sobre la mesa. Cinco veces, para ser exactos. Cinco veces para subrayar cada una de las sílabas moduladas con su vozarrón:

—¡A-bo- mi-na-ble… sencillamente, abominable!

Comenzaron las risas y, de repente, uno de sus ministros terció:

—¡Ah!, pero te comiste dos platos.

Con los ojos muy abiertos, y sin pestañear, MAR respondió:

—Elemental cortesía con una anciana que se toma tanto trabajo para perpetrar semejante bazofia.

Tal vez la abominación no haya sido aquel mondongo. Quizá lo abominable sea la suma de todos los mondongos que en la vida han sido… o el mondongo en sí. No en balde, mondongo es sinónimo de adefesio; y, sin embargo, se trata de un plato emblemático. Como la hallaca apela al Edipo que llevamos dentro. Por eso nos referimos a él con hipócrita nostalgia, e indagamos acerca de los diversos modos de estructurarlo y llevarlo a la mesa.

Años después de lo contado, supimos de otro mondongo notable. En aquella época —época gloriosa de la cuarta república—, las noches comenzaban al mediodía, tal vez en el Bar B. Q., y se prolongaban hasta amanecer cabeceando sobre una sopa de cebollas en el Broadway. Sopa de cebollas, huevos rancheros y arroz frito consumidos sin miramientos ni reparos porque estábamos borrachos. Sobrios, aquellas viandas eran incomibles. Pero ebrios tragábamos cualquier disparate. Por esta razón, creo, florecían las areperas con su oferta de hervidos, sancochos y el plato tema de esta crónica.  Pero volvamos a la reputación de la muy alabada especialidad mondonguil exclusiva para un reducido grupo de noctámbulos, servida solo para llevar, y aspirante al estrellato Era excepcional, porque había comenzado a cocinarse en 1958, a raíz de la caída de la dictadura, precisamente como acto celebratorio de la  huida de tarugo a bordo de La Vaca Sagrada —hay quienes la asocian al  nombre de la aeronave perezjimenista—, y se mantenía día y noche a fuego lento sobre una descomunal olla de barro, bajo un toldo a salvo de la intemperie. Vecinos y viandantes se servían de él, pero contribuían con su mantenimiento agregando ingredientes para su enriquecimiento. Algo de verdura, uno. Un trozo de panza, otro. Una bola de masa el de más allá. En fin, con el aporte, la celosa vigilancia y el concurso pleno del colectivo, aquel mondongo perpetuo se hizo célebre entre quienes, como Scannone, habrían querido un sitial de honor para el histórico plato petareño. Un mondongo pensado para la eternidad, justamente añorado por quienes vivimos parte de aquel calamitoso domingo de Manuel Alfredo. Probablemente ya no se sirva mondongo. Ni de res ni de cochino. Y ni siquiera de gallina, invención, creo, del Negro Rodríguez, cuya receta incluyó el poeta Rubén Osorio Canales en sus Memorias del fogón. Hojear y ojear este vademécum de la cocina criolla puede depararnos sorpresas más placenteras que los ominosos chismes de los Papeles de Pandora, o los manidos relatos de la odisea colombina, y nos permitirá descubrir un nuevo viejo mundo de sabores. No solo de mondongo vive el hombre.