Cuba, más de medio siglo a merced de una tormenta
Por el cúmulo de desgracias y miserias acumuladas en Cuba, no habrá grandes diferencias entre un antes y un después del próximo huracán
LA HABANA, Cuba. – Este fin de semana, cuando los pronósticos meteorológicos alertaban sobre el posible paso de un huracán de gran categoría por las cercanías de La Habana, la gente andaba más loca que de costumbre, intentando comprar el alimento que apareciera en el camino, previendo que pasaría lo peor.
Han sido tantas las malas noticias sobre acontecimientos catastróficos en los últimos años, tan ausentes las buenas nuevas, que quizás todos en Cuba —incluidos los jerarcas del régimen— daban por seguro el impacto directo del ojo del ciclón sobre una capital que se cae a pedazos, y no precisamente por el azote de los vientos y las aguas sino por esa otra tormenta de mediocridades, corrupción y oportunismos que comenzó el 1 de enero de 1959.
Pero atraviese o no por La Habana el ciclón, nos arrase o nos perdone la vida, en Cuba los días, sin excepción, parecieran como la víspera de un Apocalipsis que todos esperan, unos desde la resignación y otros poniendo todas las energías no en colocarse a salvo para siempre sino apenas en sobrevivir un día más, lo cual es también muy similar a la resignación aunque un tilín más triste.
No importa si la tormenta toca tierra o apenas nos bordea, si en Cuba, hoy tan rebosante de destrucciones y miserias, apenas se harían notar unos cuantos sufrimientos más, unas cuantas muertes sobre las que nos dejó la pandemia años después de los fusilamientos en La Cabaña, las guerras en África, la hambruna del Período Especial; sobre las que nos están dejando la epidemia de dengue, los derrumbes, los balcones en ruina, el hotel que inexplicablemente explota, los incendios, los feminicidios y los suicidios. Las muertes por ahogamiento en el Estrecho de Florida de miles de emigrantes, a los que el régimen hasta ayer llamó “desertores” y aún hoy trata como tal.
Cualquier tormenta, por severa que sea, comparada con este mal nacional que padecemos (probablemente a perpetuidad si continuamos cruzados de brazos, no haciendo otra cosa que llorar en silencio por nuestras penurias o huir ante el primer susto y el último sonar de tripas), de seguro arrojará menos daño sobre nosotros los cubanos.
Un ciclón, un tornado, un tímido temblor de tierra son menos temibles frente a este vendaval de represiones, ausencias de libertades individuales y colectivas, ideologías extremistas, políticas excluyentes y planes económicos fracasados. Mucho menos destructivos y mortales que una “tarea ordenamiento”, un “reordenamiento” y una “continuidad” que han colocado al país en el número uno del Índice Mundial de Miseria.
Pero sin tener en cuenta los indicadores del profesor Peter Hanke, bastaría con mirar nuestras ciudades, nuestros propios barrios para constatar que ya la destrucción llegó y se instaló en nuestras vidas desde mucho antes que cualquier huracán.
Los miles de metros cúbicos de escombros del Hotel Saratoga y de la Base de Supertanqueros de Matanzas desaparecieron en menos de una semana mientras el basurero de la esquina continúa ahí, creciendo cada día, al mismo ritmo que se deterioran las calles y se desploman los techos de esas ruinas a las que, por hábito, llamamos “hogar”.
Tememos a la furia de las aguas y los vientos, a las catástrofes naturales en general, cuando en realidad llevamos décadas girando y girando mortalmente en este torbellino político que todavía algunos llaman “Revolución” pero que en realidad es una tosca máquina de triturar individualidades, sueños, esperanzas, personas, familias.
Y, al escribir esa última palabra, que nadie venga a querer ponerme como prueba de lo contrario un Código de las Familias que habla de “inclusión” y de “respeto a la diferencia” cuando todos, absolutamente todos, sabemos que se trata de un circo para desviar la atención sobre un nuevo Código Penal excluyente, retrógrado, donde son castigadas las disidencias y diferencias políticas.
No puede haber uno sin el otro. No se puede votar por uno cuando nos han impuesto el otro.
No obstante, con Código o sin él, en las dictaduras siempre pueden más las arbitrariedades que las leyes. Precisamente por eso son dictaduras, y la simulación de un decreto y una votación no las hará más humanas. Todos siempre viviremos en el “antes”, jamás en el “después”.
De igual modo, por el cúmulo de miserias, no habrá grandes diferencias entre un antes y un después del huracán. Los cubanos llevamos más de medio siglo a merced de una tormenta.
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