Por dónde comenzar
Esa es la pregunta que nos hacemos frente a la dimensión catastrófica en la que el Estado venezolano ha sido literalmente desinstitucionalizado y pervertido desde sus raíces.
Haber construido en el siglo XX una estructura funcional de un estado moderno fue un proceso laborioso y accidentado. La Constitución de 1961 fue un paso en la dirección correcta que permitió que funcionaran más o menos adecuadamente las diversas instituciones del Estado venezolano. Entre los principales logros estuvo el poner raya el, hasta entonces, predominante militarismo, y se procedió a someter en el Senado de la República los ascensos de los oficiales desde Coronel hacia arriba, poniendo además condiciones que debían cumplir los oficiales que serían designados como Generales y el número de los ascensos estaba limitado a las capacidades reales de la Fuerza Armada. Eso significó que los Generales se quedaban dentro de esa institución y no administraban empresas del estado o civiles, salvo en contadas y excepcionales situaciones.
También existía auténticas Contraloría y Procaduría, y el ejecutivo le rendía cuentas al Congreso. Las gobernaciones y alcaldías tenían su situado constitucional. Y los tribunales, mal que bien, funcionaban con profesionalismo e imparcialidad. El Consejo Supremo Electoral era un organismo confiable no controlado por el poder ejecutivo. Las universidades nacionales eran autónomas y pujantes. La CVG era eficiente en su control de las empresas básicas y a través de Edelca funcionaba la electrificación del país. PDVSA era la segunda empresa petrolera del mundo.
Así podríamos seguir enumerando todo lo que funcionaba en la era democrática y que, en estos 24 años, han dejado literalmente de existir como entidades funcionales y efectivas. Por eso, y por muchas otras razones, no tiene ninguna lógica llegar a acuerdos que aseguren la permanencia en el tiempo de semejante mecanismo depredador y destructor, que no tiene posibilidad de reinventarse porque su ADN es el mismo desde siempre.
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