viernes, 3 de noviembre de 2023

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Photo by Joshua Sortino on Unsplash

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Continuamos con esta serie extraordinaria de artículos basados en los recientes debates de los reconocidos filósofos James Orr y Stephen Hicks, llamado "Conservadurismo vs Liberalismo".

Aquí puedes leer nuestra publicación sobre qué es el Liberalismo

Para nosotros aquí en destacadas en un debate necesario, pronto estos artículos se publicarán también en EL POLÍTICO para que estén a disposición de todos los no suscriptores.

Equipo Destacadas


Ningún defensor del conservadurismo se siente cómodo definiéndolo, porque definir el conservadurismo es ponerse en tensión con él.  No existe ni podría existir nunca algo así como un Pequeño Libro Azul, porque es el eterno predicamento del conservador estar tan vivo ante el horror humano justificado por las certezas clínicas de los credos políticos que siempre se sentirá incómodo ante cualquier invitación a escribir uno propio. 

Un esquema ideológico nítidamente destilado que pretende ser aplicable a todas las personas en todo momento y en todo lugar perturba el instinto conservador de lo particular sobre lo universal, lo empírico sobre lo racional, lo concreto sobre lo abstracto, lo pragmático sobre lo ideal, o -en aquella memorable frase de Michael Oakeshott- "la risa presente sobre la dicha utópica". 

Otro motivo de escepticismo a la hora de condensar una perspectiva política en un manifiesto es la flexibilidad del conservadurismo, sensible como es a las situaciones en las que se encuentra una comunidad determinada.  El conservador reconoce la desordenada contingencia de la que surge toda sociedad y los efectos catastróficos de obligarla a ajustarse a un plan que supone que puede volver a cero.  

Ante la pregunta de cómo describir la forma ideal de gobierno, el conservador responderá, con Solón de Atenas, ¿para quién y en qué momento?  El conservador no ve contradicción alguna en defender los derechos constitucionales de larga data de los propietarios de armas en Estados Unidos y criticar la relajación de las leyes sobre armas en jurisdicciones donde antes no existían tales derechos.  En el apogeo de la Guerra Fría, ser conservador era ver y valorar lo bueno del liberalismo, defender el orden espontáneo frente a la planificación central, la libertad individual frente a la coacción colectiva y la libertad de un pueblo soberano frente a una voluntad tiránica.  Pero en los albores de la era digital, en la que el Estado de mercado ha derrotado al Estado de planificación central, muchos conservadores se apresuran a hacer sonar la alarma tan alto como cualquiera de la izquierda ante el poder de la tecnología y de los mercados globales sin restricciones para licuar los lazos que nos unen unos a otros e impregnar nuestras vidas con las bendiciones de la pertenencia.

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Sin embargo, existen ciertos hábitos de pensamiento e impulsos rectores que distinguen al temperamento conservador de sus rivales.  Si tuviéramos que aislar una sola idea organizadora detrás del conservadurismo, podríamos señalar la noción de orden.  Desde este punto de vista, el verdadero enemigo del conservadurismo no es ni el liberal ni el socialista, sino más bien el anarquista y el libertario.  Sin el orden como condición que permita su florecimiento, ninguna sociedad puede ser verdaderamente libre, como Edmund Burke vio hace mucho tiempo cuando observó que "la única libertad que es valiosa es una libertad conectada con el orden". 

Pero, sobre todo, el orden político y social no puede imponerse arbitrariamente desde arriba ni puede ser dictado por una devoción atávica a una edad de oro que nunca existió, sino que debe permitirse que surja orgánicamente como respuesta a las estructuras y pautas del mundo tal como lo encontramos, incluidas las condiciones que la propia naturaleza ofrece para nuestro florecimiento como animales mortales.

Lo que más incomoda a los críticos del conservadurismo es su insistencia en formas de jerarquía sin las cuales el orden es imposible, un malestar que surge del impulso igualitario erróneo de que las distinciones sociales, las normas culturales y los talentos individuales son sospechosos y cualquier sociedad ilustrada debería desear erradicarlos.  Y sin embargo, como observan los conservadores, la creencia de que la distribución de los bienes sociales debe ser lo más igualitaria posible ha motivado restricciones a la agencia y a la empresa que ningún liberal honesto podría aceptar.  Además, la hostilidad a la jerarquía también pasa por alto el grado en que los innumerables sistemas entrelazados -legales, económicos, tecnológicos, constitucionales- que generan y sostienen la cooperación social a escala se basan en una distribución de funciones inconcebiblemente vasta y granular.  Aunque muchas de estas funciones pueden ser desempeñadas competentemente por la mayoría de los individuos, en la era moderna cada vez más de ellas requieren una gama tan estrecha de habilidades -algunas innatas, otras inculcadas- que, dada su escasez, inevitablemente conferirán a quienes las posean el brillo de la consideración social. 

Es inevitable que surja una jerarquía de consideración social.  De hecho, los conservadores argumentarán que tales jerarquías deben celebrarse si una sociedad quiere motivar a las generaciones futuras a emular las contribuciones de sus antepasados a su florecimiento.  El Ulises de Shakespeare en Troilo y Crésida dice: "Quitad los grados, desafinad la cuerda y escuchad la discordia".  Los intentos de eliminar las gradaciones son en realidad intentos de disolver el orden del que depende cualquier sociedad. Ningún programa de ingeniería social puede disolver los hechos básicos de la psicología humana ni evitar que la distribución radicalmente desigual de las aptitudes humanas en un entorno determinado cristalice en una jerarquía de honor.  Además, como puede atestiguar cualquiera que haya vivido en una sociedad socialista, toda revolución trae consigo una nueva aristocracia.  La disolución de una jerarquía no hace sino dar paso a una estratificación más arbitraria, más perniciosa y difícil de desalojar por estar envuelta en la ilusión de la igualdad. 

Mahler observó célebremente que la tradición no es el culto a las cenizas, sino la preservación del fuego.  Pero, ¿cuál es el fuego que los conservadores creen preservar en la tradición y por qué?  Abordar esta cuestión nos lleva al núcleo animador de la visión conservadora y nos ayuda a distinguir esa visión de las posturas que a menudo se confunden con el conservadurismo.  Porque la tradición en sí misma no es más que ceniza si no implica más que una lealtad recursiva a personas y lugares simplemente porque son nuestros.  Los conservadores reflexivos entienden que lo que la tradición preserva son esos bienes básicos -la vida, la familia, la amistad, el conocimiento, la belleza, el significado, el juego- que, aunque refractados necesariamente a través del prisma de un conjunto particular de experiencias humanas, son de hecho intrínsecos al florecimiento humano como tal.  Cuando una tradición pone en peligro esos bienes, insiste el conservador, debe ser rechazada; pero lo que distingue su perspectiva es la opinión de que la tradición es el depósito de soluciones probadas a problemas perennes y el reconocimiento de que -como dice Nassim Nicholas Taleb en alguna parte- las ideas envejecen a la inversa: cuanto más tiempo ha sobrevivido un precepto o hábito, más propicio es para superar los retos de quienes lo heredan. 

Las ideas envejecen a la inversa (Publicar esta frase en X)

Por asombrosos que sean los avances de Occidente en los dos últimos siglos aproximadamente, el conocimiento necesario para resolver los problemas de coordinación a los que nos enfrentamos rara vez o nunca reside en una sola mente.  Ello se debe a que está disperso y sedimentado en leyes, costumbres, normas y rituales, una herencia acumulativa que debe aplicarse en el presente y transmitirse al futuro en ausencia de razones apremiantes y plausibles para abandonarlos.

Pocas veces ha estado tan de moda como hoy descalificar al conservadurismo como una resistencia reaccionaria contra la larga marcha hacia las tierras altas iluminadas por el sol de una utopía igualitaria emancipada, cuyo asentamiento se supone fruto de la búsqueda radical de justicia de la izquierda progresista atemperada por la influencia del liberalismo.  Como narrativa, eso es tan falso como omnipresente, porque sólo el conservadurismo traza el camino intermedio entre las ideologías que elevan el yo por encima del colectivo y las que engullen el yo en el colectivo.  Despojado de los muchos y variados aditamentos con los que la Ilustración lo ha cargado, el conservadurismo en su esencia sigue ofreciendo la imagen más precisa de lo que nos asienta en nuestro mundo y nos une a los demás.  La perspectiva conservadora orienta a una sociedad hacia todo aquello que debe proteger y preservar si quiere disfrutar de la libertad ordenada y el florecimiento relacional que el liberalismo ansía con razón pero que nunca podrá alcanzar.


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