sábado, 2 de noviembre de 2024

Pintao volvió a surgir de sus propias cenizas

 

Desde muy joven, Alfredo Márquez soñó con levantar un campamento turístico cerca de los petroglifos de la piedra de Pintao, una serie de grabados que, se dice, fueron plasmados hace miles de años, cerca de su casa, en Amazonas. Cuando lo logró, un incendio lo convirtió en cenizas. Pero entonces, con ayuda de la comunidad, se dispuso a reconstruirlo. 

FOTOGRAFÍAS: JOSÉ FRANCISCO OLIVO / ALFREDO MÁRQUEZ / DANIEL ARROYO 

Cuando Alfredo Márquez volvió a su hogar aquella mañana de finales de enero de 2022, no daba crédito a lo que veía. Un incendio había ganado terreno hasta llegar a sus tierras, ubicadas en la comunidad indígena Sabanita de Pintao, en el sur de Puerto Ayacucho, estado Amazonas.

Se estaba quemando el proyecto de su vida, un campamento turístico situado a pocos metros de los petroglifos más grandes del mundo. El viento empujó las llamas hasta ahí. Y no había cortafuegos que pudiese detener la voracidad de las llamas. Las chozas de palma seca, donde los turistas pernoctaban, ardían sin posible contención. 

Alfredo Márquez, indígena de la etnia huottüja —que es conocida en zonas de Amazonas como piaroa— creció entre el sonido de las aguas del río Cataniapo, el cantar del piapoco y los imponentes petroglifos de la piedra de Pintao, una serie de grabados que, se dice, fueron plasmados hace miles de años sobre una enorme piedra ubicada a pocos metros de su casa.

Según cuentan las tradiciones, tiene una energía ancestral protectora. 

Cuando tenía 12 años, el padre de Alfredo, Joaquín Márquez, quien era uno de los sabios de la comunidad, envió al joven a estudiar el bachillerato en la capital del estado. Al graduarse, Alfredo comenzó a trabajar en un supermercado y luego en el recién creado Instituto Universitario de Tecnología Amazonas (Iutama), de la Fundación La Salle. Ahí se inscribió en un curso de ecoturismo.

Las clases le enseñaron cómo se debe atender a un turista y la preparación que debe tener un guía. Entendió el potencial que tenía el territorio al que pertenecía. 

Un día, uno de sus profesores le dijo: 

—Alfredo, la sangre de los indígenas siempre va a correr por tus venas, vayas donde vayas.

Alfredo lo miró, pero no respondió.

—En algún momento te hará falta tu cultura. Tú no puedes sentarte a trabajar en una oficina del ministerio; ten en mente siempre los recursos que tienes en tu territorio para el turismo.

En 2004, con 23 años, Alfredo comenzó a visualizar el turismo sustentable como una forma de vida ecológica y beneficiosa, no solo para él, sino para su comunidad y sus familiares. Y por eso, tras 12 años en Puerto Ayacucho, se devolvió a Pintao con una misión: desarrollar el turismo alrededor de aquellos petroglifos. Soñaba entonces con construir un campamento, recibir a gente de otros lados, mostrarles esa maravilla. 

Y comenzó a trabajar, poco a poco, en esa idea. No podía armar el campamento, pero sí aprovechar la localización de su hogar —en un sitio privilegiado frente a la piedra de Pintao— para trazar rutas cercanas: se preparó para ofrecer tours. Mientras tanto, imprimió trípticos, y, temblando de los nervios, entró a un colegio privado de Puerto Ayacucho a hablar de sus paquetes turísticos. No fue sencillo, pero su perseverancia rindió frutos con las primeras visitas guiadas con varios colegios de la ciudad. 

Durante los siguientes años, conocería a numerosos guías turísticos que hacían paseos al cerro Autana, al lago Leopoldo e incluso el salto Yutajé, sitios emblemáticos de Amazonas. A esa lista, comenzarían a sumarse los petroglifos de Pintao. Pero conforme el país avanzó en la larga crisis de los últimos años, el turismo decayó. 

Alfredo persistió en sus esfuerzos e ideó proyectos que, sin embargo, nunca cuajaron. Para todos fue difícil: decenas de agencias turísticas cayeron en bancarrota, muchos guías emprendieron camino a otras partes del mundo. Él se quedó, sobreviviendo con  el sueldo que le pagaban como docente en una escuela de Pintao. 

Un día de 2021, todavía imbuido en esa interminable crisis, una joven de Caracas llegó a la comunidad. Le dijo que había ido por recomendación de Yensy Franco, una vieja amiga de Alfredo que había ido a la capital y se había graduado de turismóloga. A través de la chica, Alfredo recuperó el contacto con Yensy y ella le contó de su nuevo emprendimiento: Ika Viajes, una agencia de turismo que buscaba llevar turistas desde Caracas hasta Amazonas. 

En cuestión de días, el sueño de una vida comenzaba a tomar forma, pues en esas conversaciones la chica le comentó que la agencia podía apoyarlo en la consolidación de aquella vieja idea de tener un campamento. Fue así que comenzaron a construirlo. Se llamaría Campamento Turístico Petroglifos de Pintao.

Tampoco fue tan fácil como suena. 

Los habitantes de los sitios aledaños a la zona, nativos del pueblo huottüja, lo cuestionaron, pues temían ante la entrada de desconocidos a la zona. Y no se trataba de algo descabellado: por años corrieron los rumores del consumo de drogas y alcohol con grupos de guías, turistas y los indígenas que les ayudaban. Le costó, pero logró convencer a varios de los habitantes de la comunidad para ayudarlo a construir la estructura del campamento.

El primer grupo de turistas llegó en noviembre de ese 2021 y para diciembre eran recurrentes las visitas de personas. No solo de todo el país, también venían de diferentes partes del mundo. En enero de 2022, recibió la confirmación de un nuevo grupo que planeaba visitar el campamento para los días de carnaval, en marzo. Después de tanto sacrificio, la espera de años para desarrollar lo que pensó siendo un inquieto joven parecía por fin dar sus frutos.

Pero entonces llegó esa fatídica mañana de enero: nadie sabe cómo las llamas se acercaron hasta su propiedad. Desesperado, buscó agua e intentó mitigar las llamas junto a su familia, pero no lo logró. El viento llevó una chispa sobre los techos de palma de una de sus churuatas. Alertó a su familia del peligro que corrían y reaccionó para ponerse a salvo, pero el campamento no corrió con la misma suerte.

En minutos, el fuego lo convirtió en cenizas.

El humo que brotaba de los restos les mostraba que el esfuerzo se había desmoronado frente a sus ojos. 

Al día siguiente, Alfredo tomó su moto y recorrió los 20 kilómetros de carretera que lo separaban de Puerto Ayacucho. Como en su comunidad no hay acceso a internet ni señal telefónica, no había forma de explicar lo que le había sucedido. Se dirigió a la casa de Elio Mayuare, guía turístico y uno de sus aliados. Tan pronto como llegó, la compostura y el ánimo que había mantenido frente a su familia se derrumbaron.

 —¡Elio! —gritó Alfredo, entre lágrimas.

Elio, que apenas despertaba, corrió hasta la puerta.

—¡Alfredo, hermano! ¿Qué pasó? —le preguntó.

—Hay una mala noticia, hubo una tragedia. Se quemó el campamento…

—¡No puede ser!, ¿qué estás diciendo?

—Se nos quemaron las churuatas, las hamacas y la mitad de la casa —respondió Alfredo, aún entre sollozos, mostrándole fotos y videos de su celular. 

—Estamos en el suelo —se lamentó. 

Ambos se abrazaron y lloraron. 

—Aquí hay que hacer algo, Alfredo —dijo Elio. 

Comenzó un vaivén de llamadas de Elio a algunos amigos y conocidos para movilizarse hasta el campamento, pero la crisis de combustible les dificultó la tarea. Fue una joven, Fathima Perales, quien se ofreció a llegar hasta el sitio. 

Como pudo, llenó una bolsa de comida, recogió unas hamacas, buscó a Elio y a Lucy Gualdrón, una fotógrafa conocida, y emprendieron el viaje hasta la comunidad. 

Cuando llegaron, notaron la magnitud del desastre.

Elio, Fathima, Lucy y Alfredo se determinaron a reconstruirlo todo: recorrerían medios de comunicación, instalarían centros de acopio y recogerían donativos de todos aquellos que desearan aportar algo. 

A ese esfuerzo se sumó Yensy, quien desde Caracas coordinó la ayuda. 

Recibieron una avalancha de apoyo.

La gira de medios en Puerto Ayacucho y un punto de acopio en La Candelaria, en Caracas, despertaron la simpatía y solidaridad de la gente. Contra todo pronóstico, el problema más grande era trasladar toda la ayuda recogida hasta Pintao, debido al difícil acceso por carretera.

Pero mientras los esfuerzos para mover la ayuda se engranaban entre los comerciantes, figuras sociales y ciudadanos de a pie, Alfredo no dejaba de pensar en que había un grupo de turistas con quienes se había comprometido: esos que llegarían para pasar allí los carnavales, a principios de marzo.

Fijó entonces una meta casi imposible. 

Sacó cuentas. Restaban 30 días para reconstruir el campamento. Debía actuar rápido. Retumbaron en sus recuerdos aquellas palabras de su profesor de ecoturismo y se puso manos a la obra.

Reunió a los miembros de su comunidad y les fue franco: necesitaba la ayuda de cada uno de ellos. Le dijeron que sí. Cortaron troncos, buscaron palmas para secar y comenzaron a hacer los primeros esfuerzos para volver a poner de pie el campamento.

El trabajo de los primeros días comenzó a dar sus frutos con los materiales, pero faltaba un detalle. El soporte entre los troncos de la estructura estaba hecho de bejuco, una liana resistente que hacía de cuerda. Buscaron, pero lo que consiguieron no era suficiente para iniciar el trabajo. Elio Mayuare, quien visitaba el sitio del campamento junto al equipo de Ika Viajes, estaba preocupado por los avances.

—Chamo, ¿qué te falta? —preguntó Elio. 

—Mira, los bejucos que tengo para amarrar los troncos no me están sirviendo —explicó Alfredo.

—¿Y qué podemos hacer ahí?

Alfredo dudó y recordó todas las alternativas naturales, pero decidió recurrir a lo moderno en aras de la practicidad.

—Esto se construye con 5 kilos de clavos —explicó.

Un comerciante aportó los clavos en apenas un par de días y la obra comenzó. Levantaron los primeros troncos, clavaron y los miembros del equipo notaron que no era suficiente. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que los mismos troncos que construyeron las bases del primer campamento habían resistido al fuego y aún servían. Los pusieron de pie y fueron clavando las columnas de madera. A eso le siguió el traslado e instalación de grandes palmas, hasta de más de 4 metros de longitud, que sirvieron para techar la nueva churuata.

El 23 de febrero de 2022, luego de tres semanas, Alfredo invitó a todos quienes lo apoyaron a una reunión en Pintao. La reunión era motivo de celebración. Fueron recibidos con un abrazo, manaca, collares con flores y las emotivas palabras de la familia Márquez: en tiempo récord, había concluido la reconstrucción del campamento.

Días después, los turistas lo inauguraron: fueron los primeros en firmar una lista de visitantes, esa que la familia Márquez cuida celosamente, y que crece semana tras semana. 

El sueño que tuvo una vez Alfredo se rehizo de sus propias cenizas. Hoy, su trabajo lo ha llevado a ejercer un rol de liderazgo con los indígenas huottüja, mientras mejora cada vez más las instalaciones del campamento.

Siente que, día a día, la fuerza sobrenatural de los petroglifos lo mantiene en Pintao, su hogar.

 


Esta historia fue producida en la segunda cohorte del Programa de Formación para Periodistas de La Vida de Nos.

José Francisco Olivo

Soy amazonense de chinchorro y atarraya. Quiero contar historias desde que tengo uso de razón. Hoy, cumplo mi sueño a diario conociendo las realidades de Venezuela como reportero, joven y estudiante, para llevarlas a ti, que me lees.
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