domingo, 9 de marzo de 2025

Las celestiales. Selección

 

Las celestiales. Selección

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Se cumplen 60 años de la polémica aparición de Las celestiales, obra capital del humorismo venezolano, cuya primera edición fue objeto del asedio de la censura

Por MIGUEL OTERO SILVA

A modo de presentación

Cuando Las celestiales se publicó en 1965, de inmediato se transformó en un libro clandestino, atacado por autoridades de la Iglesia, señalado por autoridades de la época y vetado por propietarios de las librerías. El cardenal José Humberto Quintero (1902-1984), que ya entonces gozaba de reputación, autoridad e influencia, escribió:

“Las coplas contienen conceptos de una repugnante salacidad, expresados con las palabras más soeces. Las caricaturas no pueden ser más irreverentes. Y las notas que en tipos muy pequeños se han puesto al pie de cada página son un cúmulo de falsedades. Con el fin de engañar a los incautos se atribuye el prólogo, la compilación y las notas a un sacerdote jesuita. El libro todo es una colección de blasfemias. Como hasta el presente la blasfemia jamás ha manchado ni la mente ni los labios de nuestro pueblo, se le infiere a éste una gravísima injuria al atreverse a decir que son de su folklore tamañas bajezas.

Basta lo expuesto para que se vea la razón por la cual reprobamos, en la forma más categórica, esa malhadada y sacrílega publicación. No dudamos de que en esta reprobación han de acompañarnos hasta quienes no profesan la fe católica, pero que tienen claro concepto de lo que quiere decir la palabra decencia.

La sanción más eficaz que contra esa obra de la impiedad puede ejercerse, es la de hacerle un completo vacío, obteniéndose de adquirirla. Así lo esperamos de todos nuestros fieles y, en general, de toda persona que aprecie en algo la moral, el decoro, el pudor y la honestidad en las acciones y las palabras. No está de sobra advertir que ese libro, en el que de propósito se ataca a la Religión y a las buenas costumbres y se hace mofa de los santos, se halla por ello mismo comprendido en la prohibición del canon 1.399 del Código de Derecho Canónico”.

A Quintero, que además de primer cardenal de Venezuela (1961) era escritor, periodista, historiador, poeta, pintor y autor de una extensa obra ensayística, lo irritaba particularmente que Las celestiales hubiese aparecido firmado con el seudónimo de fray Iñaki de Errandonea, sacerdote jesuita. Asimismo, las ilustraciones se atribuían a otro jesuita: fray Joseba de Escucarreta. De estos dos seudónimos, Errandonea y Escucarreta, escribió: “Son un descaro”.

Así las cosas, la venta de los ejemplares de la primera edición se hizo de forma doméstica, casi furtiva. Miguel Henrique Otero, hijo del autor, inicio una actividad de ventas personalizadas: entregas a domicilio de la extraordinaria obra humorística que, a sus propios atributos, se le había sumado el aura del libro censurado. Por supuesto: no faltaron los clientes que adquirieron más de un ejemplar.

Las celestiales está compuesto por 27 cuartetas, cada una acompañada con un comentario y una ilustración. A partir de la segunda edición, que circuló en 1974, apareció con los nombres de sus autores: textos de Miguel Otero Silva e ilustraciones de Pedro León Zapata.

1

Cuando a las puertas del cielo se presentó San Silvestre, los demás santos dijeron: ¿qué santo ‘er carajo es éste?

San Silvestre fue designado Papa el 31 de enero del año 314 y murió el 31 de diciembre del año 335, después de casi 22 años de brillante pontificado. Es muy importante este Papa porque a él le correspondió la legalización de la Iglesia Romana, mejor dicho, la oficialización. San Silvestre realizó el milagro de curarle una lepra de las llamadas pelotudas al Emperador Constantino y éste correspondió a tan señalado beneficio abrazando la fe cristiana y construyendo las dos iglesias más inmortales de Roma: San Juan de Letrán y San Pedro del Vaticano. Cuando los romanos se enteraron de que el Emperador había sido catequizado, comenzaron a pasarse en masa para la nueva religión, ejemplo que ha sido seguido durante siglos por los políticos de los países civilizados. El cristianismo dejó de ser motivo de persecución y martirio para convertirse en una manera honesta de estar bien con el gobierno. Las oscuras catacumbas de la clandestinidad se transformaron en objeto de turismo y en refugio de enamorados sin tálamo. San Silvestre, que era el Papa número 33, murió en su cama, rodeado de parientes y feligreses, no martirizado o perseguido como sus 32 antecesores.

Yerran de medio a medio Pío Paschini y Vincenzo Monachini cuando, en su famoso libro I Papi nella Storia, califican a San Silvestre como figura di scarso rilievo. San Silvestre le dio a la liturgia (ceremonias, ornamentos, misales, copones, manípulos, estolas, manteles, etc.), todo el esplendor que se merecía. Fue el primer Pontífice al cual se representó con la tiara en láminas, viñetas y misales. Su fiesta es el 31 de diciembre, el día más alcohólico del año, no obstante que San Silvestre fue un Papa incorruptiblemente abstemio. Estos hechos, unidos al detalle, para entonces insólito, de la tiara como indumento, explican la extrañeza de la Iglesia triunfante (expresada crudamente en el último verso de la copla) al verlo aparecer, de tal manera cubierta la infalible cabeza, en el amanecer siempre extemporáneo de un primero de enero.

Lo que sí viene a resultar inexplicable es que los guerrilleros latinoamericanos del siglo XX hayan escogido a San Silvestre como patrono, en lugar de elegir a San Mauricio, San Exuperio o San Víctor, que desertaron del ejército del Emperador Maximiano para lanzarse a la lucha armada. Una explicación simplista sería que Silvestre procede del latín silva que significa bosque y evoca el carácter montaraz de los guerrilleros. Luce más probable que los extremistas se hayan inspirado en una antigua e ingenua biografía del santo titulada Vita beati Silvestri, rebatida y desautorizada por el investigador W. Levinson en su obra Konstantonische und Silvester Legende. El librito apócrifo relataba la batalla desigual de San Silvestre contra un dragón o gorila, más bien gorila, asombrosamente parecido al general chileno Pinochet.

2

Glorioso San Sebastián: como tú nadie se ha visto: fuiste virgen, fuiste madre, y fuiste también Obispo.

Una observación superficial podría catalogar como estrambótica esta copla, sin duda una de las más pías e inflamadas que en esta obrilla vamos a comentar y explicar. Nació San Sebastián en Narvona (los milaneses dicen que en Milán) hacia el año 250. Se hizo militar, y como era atravesado de carácter e hijo de familia noble, ascendió rápidamente y llegó a ser Tribuno de la primera Cohorte Pretoriana de Diocleciano, algo así como el jefe de la «casa militar» del Emperador. El coronel Sebastián aprovechó su alta dignidad para convertir y bautizar a numerosos funcionarios del gobierno y para esconder a los perseguidos cristianos en el propio Palacio Imperial. Naturalmente que, cuando Diocleciano se enteró de que su oficial de mayor confianza le estaba jugando con dos barajas, se puso como una pantera y lo mandó a fusilar, mejor dicho, a asaetear, ya que los fusiles todavía no existían.

Pero volvamos a la copla y su extraño planteamiento. En el año 288 se hallaban presos por profesar la Verdadera Fe, dos hermanos gemelos, Marco y Marceliano, contra los cuales se dictó sentencia de muerte. Aplazada la ejecución para darles oportunidad de volver al seno del paganismo, San Sebastián los exhortó a no dejarse vencer por las lágrimas de sus mujeres y de sus padres. Como eran huérfanos de madre, el Santo les argumentaba que debían ver en él la reencarnación de la fallecida matrona. Cromacio, a la sazón Prefecto de Roma, tocado en lo más hondo por tan putativa proposición, abrazó allí mismo la Fe de Cristo y, arrojándose a los pies del manipulario, le pidió junto con el bautizo la autorización para llamarlo madre, a lo que San Sebastián accedió bondadosamente.

San Sebastián realizó en vida numerosas curaciones milagrosas pero, desdichadamente, ninguna de ellas tuvo mucha duración. Alivió a Marco y a Marceliano de su neurosis depresiva, pero a los pocos días fueron ultimados a pedradas lanzadas por el populacho. Le devolvió el habla a Zoé, que era muda de nacimiento, pero no pasaron tres semanas sin que la colgaran de un árbol y la quemaran viva. Le sanó una dolorosa gota (podagra) a Nicóstrato, pero en lo que se paró de la cama lo torturaron y lo ahogaron en el mar. Tiburcio, otro a quien libró de sus dolores de cabeza, fue decapitado. Y el propio Prefecto Cromacio, una vez sanado de su artritis por San Sebastián, fue ultimado a palos en un estercolero. Hay quien dice que Aurelio Simaco, tergiversador de las Actas de San Ambrosio, al leer lo referente a los milagros de San Sebastián, decía socarronamente: «La verdad es que era peor el remedio que la enfermedad».

Contra la peste era San Sebastián más efectivo, sobre todo después de muerto y canonizado. Atestigua Joaquín Lorenzo Villanueva (Anno Christiano de España, Madrid 1791, Tomo I, páginas 241 y 242) que San Sebastián es particularmente invocado por el pueblo fiel en tiempos de peste, gracias a la experiencia que se ha tenido de su favor con Dios frente a esa calamidad. Roma en el año 680 y Milán en el 720 así lo experimentaron y esta última ciudad, agradecida, le concedió la dignidad honoraria de Obispo. Los fieles caraqueños recuerdan que, cuando el flagelo de 1918, se veía en la peana del Santo un piadoso dístico que rezaba: «Si te da la peste, agárrate de éste».

5

No hay santo tan español como San Blas de Logroño, a quien botaron del cielo cuando largó el primer ¡coño!

La Moderna Inquisición fue instaurada en España en 1483; cuando asumió su comando Fray Tomás de Torquemada, prior de Santa Cruz de Segovia, a quien los historiadores ateos llaman calumniosamente «el chacal de Valladolid». El objeto del Santo Oficio era acabar físicamente con los herejes que «ponían en grave peligro a la Iglesia y al Estado, amenazaban la civilización, pervertían las costumbres y producían enormes desórdenes públicos» (A. de Castro. De justa haereticorum punitione, 1556). Ya Santo Tomás de Aquino, haciendo honor a su apodo de Doctor Angélico, había señalado desde el siglo XIII lo que había que hacer con los perniciosos herejes. Dijo Santo Tomás: «La herejía es un pecado por el cual no sólo merece uno que se le excluya de la Iglesia, sino también del mundo. El hereje debe remitirse a los jueces seculares, encargados de la misión de echarle de este mundo infligiéndole la pena de muerte».

Fue en España, por la gracia de Dios, donde la Inquisición adquirió mayor auge y eficiencia, bajo el gobierno de los Reyes Católicos. Los más activos colaboradores del Gran Inquisidor Torquemada fueron: Felipe de Barberis, experto en torturas, importado especialmente de Sicilia; Alonso de Hoyeda, prior de Sevilla; y Blas de Castro, monje dominico nacido en Logroño pero designado Inquisidor de Málaga y Granada. Destacóse este último, Blas de Logroño, por su habilidad para extraer denuncias y delaciones en el confesionario; por la agudeza de sus interrogatorios a los reos mientras les hacía descoyuntar brazos y piernas en el potro de los tormentos; por su destreza para arrancarles personalmente las uñas de los pies a las monjitas del Convento de Lebrija cuando expresaron algunas reservas con respecto al misterio de la Inmaculada Concepción.

Cierto Domingo de Ramos, Fray Blas de Logroño ordenó quemar vivos a cincuenta judíos en un acto de fe que fue calificado regocijadamente por monseñor Nicolás Franco, Obispo de Treviso y Nuncio Apostólico de Su Santidad el Papa Sixto IV, como «la mejor chamusquina que se avía visto» (Véase «Compilación de las Instrucciones del Oficio de la Santa Inquisición hechas por el muy reverendo Señor Fray Thomás de Torquemada», Madrid, 1576). Es tradición acatada por los fieles de toda Andalucía que Blas de Logroño subió a los cielos a raíz de su muerte pero, al dedicarse a repetir en alta voz las exclamaciones de los impíos, que solía copiar minuciosamente en un inmenso cuaderno durante el desarrollo de los castigos, escapáronsele imprecaciones que las autoridades de lo Alto juzgaron poco cónsonas con el sagrado recinto. San Blas de Logroño fue expulsado del Empíreo y desde esa fecha se encuentra domiciliado en el Purgatorio en espera de su rehabilitación.

Desafortunadamente para la piadosa ciudad de Logroño, otro logrones como San Blas, pero éste liberal y del siglo XIX, el sacerdote José Antonio Llórente, vicario general de Calahorra, pretendió empañar el prestigio de nuestra Iglesia Romana con su libro Historia Crítica de la Inquisición en España, donde hace acusaciones falaces a los esforzados Inquisidores que actuaron en la Península Ibérica. A Dios gracias el Padre Llórente fue debidamente desautorizado por Su Santidad, por lo cual no subió al Cielo ni se encuentra en el Purgatorio como su meritorio paisano San Blas, sino que se quema eternamente en la Quinta Paila del Infierno, por ingrato, por difamador y por atrevido.

9

En su gran laboratorio de lógica y de latín, el sabio San Agustín inventó el supositorio

San Agustín nació en una aldea llamada Tagasta (provincia romana de Numidia) a mediados del siglo IV. Era, pues, tan argelino como Ben Bella. Y, a fuer de argelino, experimentaba desde joven una pasión irrefrenable hacia la carne femenina, inclinación que lo obligaba a pasar las noches en claro y acompañado. El mismo Santo lo contaría más tarde con lujo de detalles en sus maravillosas «Confesiones». Si tardó tantos años en convertirse a la fe cristiana y en abrazar el sacerdocio fue porque en cuanto veía una mujer de buen parecer, se le trababa la lengua y se le alborotaba el Espíritu Santo. «Concédeme la gracia de la castidad, Señor, pero cuando sea viejo», decía Agustín. ¡Así cualquiera!

San Agustín, antes de ser Santo, fue también un sabio en todas las ciencias que para esa época se conocían: filosofía, leyes, retórica, alquimia, numismática y bordado en cañamazo. Llegó a ser profesor de gramática en Cartago; profesor de elocuencia en Roma, no obstante su acento marroquí; profesor de retórica y filosofía en Milán. No creemos que nuestra Madre Iglesia haya tenido jamás en su seno un hombre de tanto genio y de tantas luces como San Agustín (con excepción de nuestro San Ignacio de Loyola, que le habría dado en la cresta).

Niña de los ojos del ilustrísimo autor de La Ciudad de Dios era su hijo Adeodatus (bastardo por supuesto), quien fuera igualmente uno de sus más aprovechados discípulos. Dios Nuestro Señor quiso probar la contextura de la fe de San Agustín enviándole a su amadísimo Adeodatus una terrible enfermedad para entonces desconocida y que en el siglo XX no aguanta diez ampolletas de penicilina. San Agustín, desesperado, estudió la carrera médica en seis meses, al cabo de los cuales se encerró en su laboratorio y llevó a cabo profusas investigaciones e inventos destinados a curar a su vástago, propósito que nunca logró porque el Señor insistió en seguirlo probando y Adeodatus falleció en el año 389, recién cumplidas sus quince primaveras. Desgraciadamente los contemporáneos del Santo, no obstante designarlo «Doctor de la Gracia» y «Lumbrera de Doctores», obnubilados por sus prejuicios medievales, tomaron a risa uno de aquellos inventos prodigiosos, el supositorio (del latín suppositoriu), o lo consideraron ofensivo a la dignidad masculina y propenso a crear hábitos escabrosos. De esa manera el utilísimo aparatico, elaborado en su origen a base de glicerina y manteca de cacao, cayó en el olvido durante varios siglos, hasta la era presente que es cuando ha vuelto a emplearse con extraordinarios resultados terapéuticos.

Sirva la oportunidad para aclarar que San Agustín no murió de hipo, como afirma la Madre Superiora del Convento Carmelita de Zaragoza en su hermosa obrita Souvenirs de los Padres de la Iglesia (Editorial Epifanía, Madrid, 1963) sino en Hipona (Hippo Regius), ciudad de la cual fue Obispo durante 35 años. El quid pro quo de la preocupada religiosa es, por lo demás, harto excusable.

11

Cuando el portal de La Gloria lo toca un muerto de izquierda, se asoma Dios en persona para mandarlo a la mierda

Se trata de una saeta evidentemente sarcástica en la cual el coplero de San Sebastián de los Reyes hace gala de su maestría en el empleo de la paradoja. En efecto, ese Dios que pone de patitas en la calle a los muertos de izquierda, no puede ser en modo alguno el Dios de los cristianos. Las ideas socialistas de Nuestro Señor Jesucristo fueron recogidas por sus Apóstoles, que eran unos trabajadores humildes pero claros y perspicaces, y explicadas más tarde en todo su esplendor por los Padres de la Iglesia, que eran predicadores pro-comunistas de gran cultura. Las palabras de Jesús encierran a veces todo un programa de Revolución Social: «El reino de Dios significa renovación de toda la vida sobre la base del amor a la humanidad, piedad para los débiles y los pecadores, supresión de todas las diferencias de fortuna, trabajo en común de todos y para todos».

En cuanto a los discursos, sermones, epístolas y homilías de los Padres de la Iglesia, no pueden ser calificados como socialdemocracia alemana ni como laborismo inglés, sino como comunismo ad pedem litterae. San Clemente de Alejandría, San Basilio, San Gregorio Nacianceno, San Cipriano, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio, San Agustín (sin contar a Orígenes y Tertuliano que no son Santos de almanaque pero cuya sabiduría cristiana iluminó el siglo III), todos ellos se prodigaron en un adoctrinamiento social de extrema izquierda que ríase usted de Carlos Marx, Vladimiro Lenin y Fidel Castro. Para muestra recordemos tres botones. Dice San Ambrosio: «Dios ha creado los bienes de la tierra para que los hombres los disfruten en común y para que sean propiedad común de todos». San Basilio apostrofa a los capitalistas de este modo: «Al hambriento pertenece el pan que te sobra; al desnudo los mantos que guardas en tus cofres; al descalzo el zapato que se pudre en tu casa; a los miserables el dinero que tú tienes escondido».

Y San Agustín es todavía más directo: «La propiedad privada provoca disensiones, guerras, insurrecciones, matanzas, pecados graves o veniales. Por eso, si nos resulta imposible renunciar a la propiedad en general, renunciemos cuando menos a la propiedad privada». Si esos muertos no son de izquierda, Lucrecia Borgia era una señora honesta.

Y como no es concebible que los Padres de la Iglesia no estén en el Cielo, hemos llegado a la conclusión de que en este caso la ingenua musa popular aragüeña se ha servido de la ironía (Disimulación del que dice cosa contraria a la que da a entender, Cicerón, De Oratore, Libro III), para abordar un tópico de profunda significación humanística. Buscando en los Libros Sagrados alguna locución o sentencia que nos aclarara la acepción de estos versos, nos topamos de nuevo con aquel conocido pasaje del Cap. X del Evangelio de San Marcos, V. 23: «¡Cuán difícil es para los ricos entrar en el reino de Dios!»… V. 25: «Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios».

Ergo, a quienes van a mandar a la merde (en francés es muchísimo más decente) cuando toquen el portal de la Gloria, no va a ser precisamente a los muertos de izquierda.

12

Hiciste lo que quisiste, San Ignacio de Loyola, pero quisiste ser Papa y te pisaste una bola

En llegando a este punto se nos inunda el corazón de sano orgullo. Justiciero homenaje rinde el coplero de San Sebastián de los Reyes el eximio fundador de una Congregación a la cual este humilde comentarista tiene a honra pertenecer. Los dos primeros versos se ciñen estrictamente a la verdad: San Ignacio «hizo lo que quiso», ya que su voluntad de hierro y su disciplina inflexible allanaron cuanta barrera surgió ante su misión terrenal. Iñigo de Loyola quiso ser militar y pronto brillaron sobre sus hombros las presillas de capitán. En la batalla de Pamplona le pasó una bala de cañón francesa por entre los muslos y, gracias a la protección de San Pedro, apenas obtuvo quemaduras en ambas entrepiernas, sin malograrse para la reproducción como los médicos suponían. Quiso ser escritor y compuso una obra de intenso contenido y finísimo estilo con el título Libro de los Ejercicios. Quiso ser catedrático, no obstante que a los 33 años apenas sabía leer y escribir, y cursó un bachillerato summa cum laude en un semestre, y se marchó luego a la Universidad de París donde obtuvo el diploma de Magister Artium. Quiso probar su perseverancia y formuló votos de pureza y castidad, votos que supo guardar como un verdadero varón, no obstante que su convento estaba situado en la picarona calle Antoinette de Montmartre, a cincuenta metros de la Place Pigalle. Quiso enfrentar una muralla católica a las liberalidades paganas que había hecho resucitar el Renacimiento y estableció una nueva Congregación, aunque se opusieran todas las ya existentes amén de Obispos y Cardenales. Así nació en 1541 la inigualable Compañía de Jesús, Ad Maiorem Dei gloriam, inspirada en las normas de disciplina militar que San Ignacio aprendió en el ejército, y de la cual se eligió a sí mismo Primer General. Y si bien es histórico que, a través de cuatro siglos, nos han perseguido, expulsado, disuelto y vilipendiado en no pocos países, la verdad es que a la larga se ha impuesto la justicia, nuestros adversarios han sido humillados y la ascendencia de nuestra Orden en la vida espiritual del mundo ha recobrado todo su esplendor. O, como decía un hermano coadjutor, muy bruto pero muy gracioso, en el seminario ignaciano de Baracaldo: «El que se mete con nosotros S. J.».

En lo que sí no estamos de acuerdo es en los dos versos finales de la copla, según los cuales San Ignacio pretendió ser Papa y nunca logró coronar sus aspiraciones. Suponemos que la buena fe del coplero ha sido sorprendida por calumnias procedentes de alguna congregación de medio pelo, posiblemente la Orden Salesiana que es gente dada a la tristeza del bien ajeno y a los falsos testimonios. Ni el mismo biógrafo protestante W. Halle (Ignatius von Loyola and the early jesuits, Oxford, 1895) osó acoger esa supuesta inclinación a la tiara de San Pedro por parte de San Ignacio. Por el contrario, refiere Gino Bartoli, en un apéndice a su libro Della Vita de San Ignazio (Roma, 1650) que, cuando una comisión de cardenales fue a hacerle tal proposición al eminente guipuzcoano, éste les respondió con la erguida mansedumbre que lo caracterizaba: «Lo que es Iñigo de Loyola no se sienta en una silla donde ha puesto sus posaderas Alejandro Borgia, ni que la laven con ácido sulfúrico». ¡Loyola! ¡Loyola! ¡Rah, Rah, Rah!

16

Mal le fue a Magdalena entre los anacoretas que moneaban los olivos para mirarle las tetas

Tremenda sorpresa recibieron los anacoretas (del griego «anajoreo» que significa «yo me retiro») al aparecer en el desierto María de Magdala, dispuesta ella también a someterse a las privaciones y al yermo. Porque la nueva penitente, lejos de ser una pretuberculosa como se la figuraron Donatello y el Greco, disponía de amplias caderas, buen bullarengue y hermosa pechuga, valga el testimonio de Guido Renni, Tintoretto y sobre todo de Rubens, que de esas protuberancias sabía más que nadie.

Se ha discutido hasta la saciedad sobre si María Magdalena, María la ramera, y María la hermana de Lázaro, son o no una misma persona. Este comentarista, que no desea meterse en honduras, se acoge humildemente a la opinión de San Gregorio (el que sabe, sabe), según la cual María Magdalena, la hermana de Lázaro y la pecadora arrepentida son una misma señora que andaba por todas partes con un frasco de perfume en busca de Jesús para ungirle los pies.

María de Magdala habíase casado en su juventud con un abogado llamado Pappus que le resultó furiosamente celoso y la encerraba en casa bajo llave. Indignada la casta y fiel esposa ante las injustas sospechas de Pappus, fugóse una noche del cautiverio y se dedicó a comerciar con su carne, que por cierto tuvo gran demanda, en la ciudad de Naim.

Lo sucedido después: el perdón que le dispensó Nuestro Señor, el regreso de la arrepentida a la casa de Lázaro para presenciar su resurrección, el llanto inconsolable de Magdalena en el Calvario, el noli me tángere, etc., son asuntos que se carecen en todos los catecismos. En cuanto a su llegada al desierto, está admirablemente relatada en Les Trois Madeleines de Jacobo Bossuet, obispo de Meaux y de Condom (¡qué nombrecitos, Virgen Santa!) donde el sabio predicador afirma contundentemente que ningún monje de la Tebaida cometió pecado mortal en esa ocasión, ni le hizo a la Santa proposiciones de recordar su fogoso pasado. La copla se refiere apenas a una distracción llamada antiguamente video lúbricus y conocida hoy popularmente como «rascabucheo». Según la autorizada opinión de Monseñor Manuel Arteaga Betancourt, Arzobispo de La Habana y Cardenal de Cuba, descendiente del Marqués de Santa Lucía y sobrino-nieto del Cardenal Cisneros, el rascabucheo no pasa de ser un picarillo pecado venial. Y en el caso de los desnutridos anacoretas, ni pecado sería.

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