«Amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas, amar al prójimo como a uno mismo, es mejor que cualquier ofrenda de holocaustos y sacrificios», dice el escriba que habla con Jesús en el Evangelio de hoy sobre “el primero de los mandamientos”.
«Amar [a Jesús] y hacerse amar», pero también “salvar las almas”, éstas son las razones de ser de la mujer a la que san Juan Pablo II calificó de “experta en la ciencia del amor”. Para ello, Teresa eligió un camino radical: ofrecerse en holocausto («quemada hasta los cimientos», según la etimología griega), pero en el fuego más dulce que existe, ¡el del amor de Dios!
Considerando esta única ofrenda como muy débil e «impotente», nuestra pequeña carmelita se apresuró a confeccionar el más maravilloso ramo, un ramo Divino y Celestial para ofrecer al Buen Dios, con más cuidado y ternura incluso que el que pondría una niña pequeña en escoger el más bello ramo de flores para su madre.
El candor de su corazón le da la certeza inquebrantable y abrumadora de que los «tesoros infinitos de los méritos» de Jesús son suyos, ¡porque Él dio su vida por ella! Y así, con profunda alegría, añade a su ramo el Holocausto Divino, ¡el del Cordero de Dios!
Su manojo de Amor se completará entonces con los méritos de todos los santos, de los ángeles y, para coronarlo todo, los de la Virgen María: ¡Sí, «el tesoro de la madre es del hijo», como canta Teresa (PN 54)!
¡Qué gracia es ver florecer, bajo la pluma de Teresa, esta admirable «circulación» de los méritos ofrecidos por la comunión de los santos, como una vid de savia abundante y generosa, que riega cada una de sus ramas, incluso las más débiles y pequeñas!
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