El aviador: testimonio para un padre sin justicia

En su primer libro, Lissette González narra la detención, encierro y suicidio de su padre en El Helicoide, pero lo hace desde una escritura que se niega a convertirse en simple denuncia: lo que aquí se escribe no es solo dolor, es memoria, ética y temblor
Por CARLOS PATIÑO
Pocas veces una hija ha escrito el duelo con tanta lucidez como lo ha hecho Lissette González. En Mi padre, el aviador, la autora desciende al corazón de una herida nacional —la violencia de Estado en Venezuela—, pero lo hace desde una grieta íntima, profundamente filial. No hay catarsis melodramática ni ajuste de cuentas, sino la escritura tensa y contenida de alguien que todavía le habla a un padre que ya no puede responderle.
Conocí a Lissette en el marco del activismo sindical, donde coincidimos, y más tarde compartimos un par de años de trabajo en la ONG Provea. Ya entonces era evidente su compromiso y su forma de entender la injusticia más allá del discurso. Esa mirada atraviesa las páginas de este libro.
Rodolfo González, apodado “El Aviador”, no es presentado como héroe ni mártir, sino como un hombre contradictorio, profundamente humano. Un padre imperfecto —quizá incluso fallido en algunas dimensiones domésticas—, pero que en su final soportó inmerecidamente lo peor del país: la tortura, el encierro, la espera sin fin, el suicidio como única forma de afirmar una dignidad arrasada.
González escribe este libro como quien abre una caja sellada con los recuerdos que no se quieren recordar. No es fácil reconstruir el horror cuando lo has vivido tan cerca y al mismo tiempo te preguntas si debes contarlo. Aun así, la autora consigue que lo personal se disuelva en un relato colectivo. Su voz, sobria y firme, bordea el testimonio, pero sin las concesiones típicas del memorialismo. Hay aquí una arquitectura narrativa cuidadosamente ensayada: escenas que se cruzan con precisión entre la cárcel y la vida anterior de su padre, monólogos internos que no apelan a la piedad sino a la comprensión crítica, fragmentos que invocan a Primo Levi, a Hannah Arendt, a Tzvetan Todorov, para enmarcar el abismo venezolano dentro de otras catástrofes del siglo XX.
La cárcel de El Helicoide no aparece como simple telón de fondo, sino como personaje. Un personaje monstruoso. No se trata solo del edificio brutalista en forma de espiral —esa utopía fallida que terminó convertida en panóptico—, sino del sistema que lo habita: jueces ausentes, defensores que no defienden, fiscales que no investigan, audiencias fantasmas, celdas sin luz. Y, sin embargo, lo más inquietante del relato no son las condiciones objetivas, sino la burocracia de la humillación: las requisas, los silencios, los absurdos administrativos que convierten al detenido en un cero en tránsito.
Uno de los méritos mayores del libro es su negativa a convertir la experiencia en simple denuncia. González, que es socióloga de formación, no pierde nunca el marco político. Analiza con lucidez la instrumentalización de las protestas de 2014, la incapacidad de los partidos para articular estrategias reales de cambio, y el uso de los presos como fichas de una partida que nunca se juega con reglas claras. Pero incluso en sus pasajes más abiertamente políticos, la escritura no renuncia a la emoción. La reflexión no mata el temblor.
El capítulo en que se narra el suicidio del padre es demoledor. No hay dramatismo ni exceso. Solo la secuencia exacta de llamadas, silencios, gestos burocráticos y la noticia final. Uno siente que ha leído algo que no quería leer, pero que era necesario. Como si el libro no fuera tanto una carta al padre como una interpelación al país entero: ¿qué hicimos con nuestros muertos?, ¿qué hacemos con los que aún esperan justicia?, ¿qué memoria estamos construyendo?, ¿qué ética nos queda?
Como señaló Alberto Barrera Tyszka en el prólogo, González logra algo muy raro: escribir desde el dolor sin dejar que el dolor lo anule todo. Hay párrafos de este libro que podrían haberse perdido en el lamento. Y, sin embargo, lo que queda es la dignidad de una voz que no grita, pero tampoco cede. Una escritura que no busca castigar al lector, sino compartir una herencia que no puede ser solo familiar: la herencia de un país roto.
Mi padre, el aviador no es una lectura cómoda. No hay alivio, no hay redención. Pero sí hay verdad. Y la verdad, incluso cuando incomoda, incluso cuando duele, sigue siendo el único punto desde donde puede empezar a escribirse el futuro.
*Carlos Patiño es escritor y abogado venezolano, autor de dos libros de relatos y una novela. Su publicación más reciente se titula Como en la guerra. Crónicas, ensayos y artículos (Barralibros Editores, 2025).
No hay comentarios:
Publicar un comentario