Censura y exclusión: el legado de la Revolución al cine cubano
¿Por qué una película u obra cinematográfica puede ser vetada en Cuba? Prácticamente por cualquier cosa: el tema, las posturas políticas de su director, el momento de estreno...
CDMX, México. – En 2016 el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana excluyó de su programación una película que dos años antes habían premiado en el mismo certamen como guion inédito. Santa y Andrés, dirigida por Carlos Lechuga, narra la historia de un artista que fue vigilado, acosado y hostigado por un régimen carnívoro. El argumento fue motivo suficiente para que la censuraran. Cuatro años después la historia se repite con otro filme de Lechuga: Vicenta B., que ha sido exhibida en diferentes muestras internacionales, pero no tiene espacio en la Isla. El problema no radica en el audiovisual en sí, sino en el director y sus declaraciones sobre el régimen cubano.
¿Por qué una película u obra cinematográfica puede ser vetada en Cuba? Prácticamente por cualquier cosa: el tema, las posturas políticas de su director, el momento de estreno, que su autor haya decidido emigrar o que tenga enemistades con los comisarios políticos del “arte revolucionario”, el elenco que aparece, etc.
La censura en Cuba se naturalizó como un mecanismo totalitario al igual que ocurrió en la antigua Unión Soviética, y se convirtió en parte indisoluble de la política cultural del país. Algunos historiadores, como Rafael Rojas, han advertido que esta tendencia llegó como transferencia de la URSS a sus satélites. La afirmación es indiscutible, pero vale aclarar que desde 1959 supervisar la creación artística y la prensa fue una premisa del nuevo gobierno.
Si algo ha caracterizado a los comisarios culturales durante casi 64 años, es su esfuerzo para que nadie cuente un país que no se apega al imaginario oficial. En caso de que los realizadores se aventuren a romper el límite de lo establecido, entonces el siguiente paso es condenarlos al ostracismo y vetar sus producciones.
Los argumentos que han usado históricamente contra ellos se basan en la desacreditación; en juzgar o dudar por qué lo hacen, qué buscan y a quién favorecería la imagen que desean proyectar. Toda actitud que roce el límite de lo establecido, se vuelve de inmediato sospechosa y merece ser cortada.
En algunos casos los correctivos fueron mucho más severos. Adrián Guillén Landrián, uno de los principales documentalistas de América Latina, quien captó con su lente las contradicciones iniciales de la sociedad cubana tras enero de 1959, fue enviado como castigo a Isla de Pinos, donde desarrolló esquizofrenia. Después fue internado en un hospital psiquiátrico donde le dieron electrochoques, y luego lo expulsaron del ICAIC (Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos). Finalmente salió de Cuba, porque una vez que te apartas del sistema, te conviertes en una no-persona.
Otro caso extremo que demuestra hasta dónde puede llegar la guerra fría cultural, lo protagonizaron, a finales de 1991, el cineasta Marco Antonio Abad Flamand y su amigo Jorge Crespo Díaz. Ambos fueron detenidos por desacato, falta de respeto y propaganda enemiga. Las acusaciones contra ellos se basaban en que los dos realizaron un documental llamado Un día cualquiera. El material no gustó a los comisarios de la Isla por la manera en la que representaba a Fidel Castro.
El enojo de las autoridades caribeñas aumentó cuando el audiovisual fue exhibido en Costa Rica. Según los reportes de Amnistía Internacional sobre el asunto, la dictadura dijo que el documental “provocó una cobertura de prensa negativa al Gobierno cubano”. En consecuencia, la Fiscalía solicitó una pena de ocho años de prisión a los autores.
El ICAIC como arma ideológica
No es casual que la primera institución cultural fundada por la Revolución fuese el ICAIC. Fidel Castro sabía que el arte podía ser una poderosa arma propagandística a su favor, o no, dependiendo del uso que le dieran. Por lo tanto, controlar la capacidad creativa fue tarea de primer orden.
Mientras se formaba el nuevo Estado y se articulaban las instituciones que lo sostendrían, los nuevos gobernantes fueron cuidadosos al seleccionar quiénes dirigirían a los inquietos artistas. Alfredo Guevara fue colocado al frente del ICAIC, Haydée Santamaría en la Casa de las Américas y Nicolás Guillén en la UNEAC. Todos comprometidos y confiables. Todos ponderaban la fidelidad al proceso revolucionario por encima de cualquier libertad estética.
“Hasta 1961 había en Cuba una comisión revisora de películas con normas muy claras: se censuraban películas que promovieran el antisemitismo, el racismo, la pornografía, la discriminación por motivos religiosos, etc. Pero una vez que el ICAIC la eliminó, decidían la censura a partir de criterios desconocidos, arbitrarios, mudables. Sin una ley consensuada, no hay pacto social posible, ni confianza entre gobernantes y gobernados”, relata el profesor de cine Dean Luis Reyes.
La eficiencia de este control se mostró de inmediato con un material que contaba el divertimento de la noche habanera desde la ingenuidad, sin mayores pretensiones críticas. Hablamos del caso PM, el primer hito de la censura revolucionaria. Sus realizadores solo querían mostrar cubanos en el barrio de Casablanca bebiendo y bailando en la noche, pero los comisarios preferían presentar un pueblo uniformado y comprometido. Esa imagen festiva, según ellos, desvirtuaba a la nueva Cuba.
El documental, de Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante, sin proponérselo provocó un terremoto que sacudió al mundo cultural caribeño. Aquel inocente video originó una serie de reuniones, presididas por Fidel Castro, para determinar cuáles serían las directrices de la nueva política artística. El resultado pasó a la historia con el nombre de “Palabras a los intelectuales”, un discurso que oficializaba la prohibición de toda obra artística que se apartara de la “norma revolucionaria”. La esencia de la nueva política cultural quedó resumida en la frase: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho”.
En las décadas sucesivas a PM, no fueron pocos los materiales cinematográficos que padecieron igual destino. Tales fueron los casos de El final y Desarraigo (1964), de Fausto Canel, y Coffee Arábiga (1968), de Nicolás Guillén Landrián. La mayoría de los documentales de este último fueron borrados de la historia. En otros eventos, varias películas fueron estrenadas tardíamente por considerarlas “inoportunas”, como Una pelea cubana contra los demonios (1971), de Tomás Gutiérrez Alea.
En los años 80 el escenario siguió más o menos igual. A inicios de esta década sobresalió el documental Conducta impropia, de Orlando Jiménez Leal y Néstor Almendros, que contaba la discriminación hacia personas con sexualidades e identidades disidentes en Cuba. Dicho material fue prohibido en la Isla.
Cuarenta años después no ha cambiado mucho el panorama de la censura en Cuba. Pese a todos los cambios de contexto, los comisarios siguen intentando delimitar qué puede verse y qué no.
¿Por qué puede ser censurada una obra en Cuba?
Para contar la censura cinematográfica en Cuba hay que entender primero que los motivos pueden ser tan variados como inverosímiles. Con Un día de noviembre (1972), por ejemplo, Alfredo Guevara convenció a Humberto Solás de que en medio de una de las épocas más oscuras de la creación artística en Cuba, marcada por la represión en el ámbito de la cultura, la película era “demasiado pesimista”. Entonces la guardaron, anota el profesor y crítico Dean Luis Reyes.
Aunque parezca increíble, en algunos casos los realizadores nunca supieron qué límite tocaron para ser censurados. Sergio Giral nunca tuvo respuesta de por qué no podía exhibirse Techo de vidrio en la década de 1970, si solo contaba la historia de una mujer esquizofrénica. En su material de ficción no había alusión alguna al gobierno, ni buena, ni mala.
Aún más absurdo fue el caso de Alicia en el pueblo de Maravillas (1991), de Daniel Díaz Torres. Si bien el guion fue aprobado, se dio luz verde al proyecto y lo promocionaron durante dos años, su estreno coincidió con el colapso de la URSS; por ende, se determinó que no era el mejor momento para que el público viera el filme. Su ambigüedad política y polisemia podían ser usadas por los contrarrevolucionarios, justificó el cabecilla de la censura, Alfredo Guevara.
Tan solo tres días después de su estreno nacional, Alicia en el pueblo de Maravillas fue retirada de todos los cines cubanos. Incluso en algunos lugares fueron más lejos y la sustituyeron por la cinta soviética El hombre anfibio.
En otros casos, explica Dean Luis Reyes, el motivo de la censura venía con el nombre del realizador. Los materiales de Nicolás Guillén Landrián, Fernando Villaverde, Néstor Almendros, entre otros, ya estaban signados desde el inicio. Algo similar ocurre hoy con los audiovisuales de Miguel Coyula y Carlos Lechuga.
Otros realizadores fueron engavetados porque emigraron. Melodrama, la última película de Rolando Díaz con el ICAIC, no tuvo el estreno pronosticado porque su director decidió irse a España. Era la Cuba de los años 90, cuando emigrar era peor visto que hoy.
¿Por qué se censura un material cinematográfico? “Mayormente por la misma razón que se silencia a quien alza la voz en Cuba al expresar ideas u opiniones que cuestionan a las élites”, explica Reyes.
El crítico también apunta que esas razones han variado según las épocas. “En tiempos en que casi todo el cine de la Isla lo producía el ICAIC, la censura obedecía a razones como que el cineasta no era lo suficientemente entusiasta con la Revolución Cubana, o a purgas entre grupos”. Hoy los detonantes pueden ser otros.
Por ejemplo, el filme de terror psicológico ¿Eres tú papa? no fue proyectado en la Isla. Aunque no existe certeza acerca del motivo, la participación de la actriz Lynn Cruz (cuya postura crítica hacia el régimen es conocida) pudo haber influido.
Película censurada, película anhelada
A la altura del siglo XXI, marcar como “prohibida” una película o material audiovisual lo hará más deseable. Los cortos de Nicanor, la serie Crematorio o las películas de Carlos Lechuga han circulado en la Isla en memorias flash o discos duros. En el nuevo siglo, gracias a la tecnología y las vías alternativas para consumir los productos, el ICAIC ha perdido su omnipotencia.
El escenario de producción ha mutado. Si antes era centralizado y estatal, hoy no lo es del todo, y los nuevos espacios dan cabida a disímiles intenciones formales y temáticas.
“Antes la censura era interna; o sea, producía y vetaba el propio ICAIC; pero desde el 2000 en lo adelante se ha vuelto sinuosa”, explica Dean Luis.
Por ello, exhibir esos materiales “problemáticos” en una sección paralela o fuera de concurso durante el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, se ha convertido en una forma menos grotesca de censura. Es un modo que han hallado las autoridades para mostrar que ellos no prohíben contenidos explícitamente, aunque en realidad sí estén discriminando. El festival que cada año se celebra en la capital cubana es un ejemplo de esas rendijas que abre el totalitarismo.
“El Festival no puede ser comprendido separado del aparato de vigilancia y control del régimen”, dice Reyes. Hay películas como Good bye, Lenin! o La vida de los otros que se exhibieron allí y por única vez en Cuba; así como este año se homenajeó a Nicolás Guillén Landrián, tras décadas de ostracismo.
“Hay que entender que ningún aparato represivo puede vigilar y castigar cada palabra que se dice, cada filme, cada libro. Sobre todo en un evento mastodóntico”, puntualiza el crítico.
Por otro lado, no es lo mismo proyectar un material en una salita pequeña con un público selecto, que hacerlo en cines de todo el país, o llevar el audiovisual hasta las casas, mediante la televisión. Aunque esto último no significa que vetar un material lo aleje de los ojos de las audiencias.
“La censura hoy no funciona y los censores lo saben. Pero tampoco les importa”, opina categórico Reyes.
Seguir demonizando a autores y materiales es solo una muestra de que las autoridades de la cultura administran el espacio público como su coto privado de cacería ideológica.
“Así, de paso, cuidan su puesto y muestran a los jefes lo bravos que son, cuando en realidad hacen el ridículo. Pero es lo mismo que con la plaza pública: no te puedes reunir en el parque o en las calles para protestar, pero sí en Facebook y Twitter. El problema es que lo público es de todos, y el ente encargado de regularlo no puede tener impunidad para decidir, sobre todo si opera con criterios de exclusión que responden a una lógica de dominación de un grupo sobre la mayoría, que es lo que ocurre en Cuba”.
De este largo historial de censura por parte de las instituciones culturales no puede desligarse una de sus más terribles consecuencias. Se trata de la autocensura, un correlato que la acompaña y se mete en la mente de los autores para condicionar su obra desde que comienza a gestarse.
“Creo que en Cuba existe la censura, desde luego, y que es muy burda. Cada vez más burda. Pero esta no resulta tan eficaz como esos mecanismos que cada persona lleva en vena, y que impide que pueda construirse un escenario donde circulen libremente las ideas, y donde la cultura del debate sea algo natural, no impuesto”, apunta el crítico Juan Antonio García Borrero.
El creador del blog “La pupila insomne”, un espacio donde el tema de la censura ha sido ampliamente abordado, concluye que delimitar lo que alguien puede ver o no, es absurdo. “Para mí lo importante es formar espectadores críticos, que sean capaces de enfrentarse al material que sea, y no estar dependiendo de autoridades que nos digan que es lo que conviene ver o no ver”.
Para este artículo CubaNet logró contabilizar 49 materiales cinematográficos que de una u otra manera sufrieron la censura ideológica. Si conoces otros títulos escríbelos en los comentarios para integrarlos a nuestra lista.
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