lunes, 2 de enero de 2023

Cuba: de la revolución a la pesadilla

 

Cuba: de la revolución a la pesadilla

Lo que algunos insisten en continuar llamando “Revolución cubana” cumple este primero de enero 64 años

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HARRISONBURG, Estados Unidos. — Una revisión objetiva de lo ocurrido en nuestro país desde 1959 hasta hoy revalida la conocida frase que asegura que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno.

Si uso la frase “buenas intenciones” lo hago basándome en la existencia de documentos históricos firmados por Fidel Castro en su condición de máximo líder del “Movimiento 26 de Julio” y refrendados también por otros importantes líderes de la oposición contra Fulgencio Batista.

Quien haya leído esos documentos sabe que los fundamentos de esa Revolución que se gestó y desarrolló en las ciudades, las montañas e incluso dentro del propio ejército nacional, eran inequívocamente democráticos. Por su contenido puede medirse la magnitud de la traición de Fidel Castro.

A la luz de los acontecimientos ocurridos en Cuba durante más de seis décadas “La historia me absolverá” —cuya redacción definitiva fue hecha por Jorge Mañach— se ha vuelto un verdadero bumerán contra quienes detentan el poder y, sin dudas, en un documento subversivo. Ese calificativo también puede ser aplicado a numerosos discursos de Fidel Castro.

Hasta el golpe de Estado realizado por Fulgencio Batista el 10 de marzo de 1952 Cuba era una república con muchísima desigualdad social y corrupción; lo siguió siendo durante la dictadura batistiana, pero existían mecanismos para combatir esos males o al menos denunciarlos. Hoy, la desigualdad social, la corrupción, la inexistencia de una real administración de justicia y de un Estado de derecho, la represión a todo disenso y las carencias materiales debido al fracaso económico de los comunistas han alcanzado niveles nunca antes vistos en toda la historia del país.

Cuando la guerrilla logró consolidarse en la Sierra Maestra y extenderse al occidente del país debido a la reiterada incapacidad del ejército nacional, Fidel Castro comenzó a capitalizar el poder. Entonces, lo que fue una revolución conformada por fuerzas heterogéneas de fuerte raigambre democrática derivó en una nueva dictadura donde quienes menos respaldo político tenían entre el pueblo terminaron imponiendo una doctrina cuyos peligros fueron advertidos genialmente por José Martí, Ignacio Agramonte y otros patriotas.

Se suponía que el triunfo de la Revolución daría paso a la formación de un gobierno provisional encargado de restablecer las estructuras democráticas, la Constitución de 1940 y convocar a elecciones libres y multipartidistas, pero eso no ocurrió y es la principal desnaturalización del proceso político liderado por el biranense, porque toda revolución se dirige hacia un acto fundacional incluyente, no hacia la reproducción de las causas que le dieron origen. En una revolución genuina, destinada realmente a empoderar al pueblo y no a garantizar con eufemismos la entronización de una casta, tienen que cumplirse, con su triunfo, las promesas que le dieron origen. Eso tampoco ocurrió con la cubana, aunque, para ser justos, con ninguna de las que derivaron hacia sistemas verticalistas de gobierno. De ese juicio solo se salvan, ¡vaya congruencias de la historia!, las revoluciones burguesas, siendo un nítido ejemplo las de Francia, Inglaterra y los Estados Unidos de América.

Hoy, 64 años después de aquella presunta luminosidad del primero de enero de 1959, en Cuba existen las mismas condiciones que potenciaron el desencadenamiento de aquella revolución.

Porque una revolución, para que resulte exitosa, tiene que mostrar resultados concretos que demuestren la validez de sus acciones y, en el caso de Cuba, los éxitos obtenidos en la educación, la salud, la ciencia y el deporte no surgieron como consecuencia del desarrollo de las fuerzas productivas internas sino, sobre todo, por el inmenso apoyo financiero que recibió de la antigua Unión Soviética y de los países del campo socialista. Fidel Castro quiso “independizarse” de la influencia económica de Estados Unidos y terminó dependiendo de economías inferiores en cuanto a crecimiento y calidad de sus productos.

Y si bien no puede hablarse de una prosperidad creciente, porque problemas como el transporte, la alimentación y hasta el libre acceso a la educación según los méritos personales nunca fueron resueltos, al menos se vivía con cierto sosiego —siempre y cuando “no te metieras en política”— hasta la desaparición del bloque socialista.

Al desaparecer esa comunidad política y persistir el castrismo en la reproducción de métodos de probada ineficacia, los supuestos éxitos comenzaron a declinar de forma indetenible desde el llamado “período especial” hasta llegar a este aniversario 64 donde la miseria, el escapismo y la represión son sus características principales.

Si la retórica del castrismo fuera capaz de producir satisfacción no habría problemas. Pero esa presunta panacea de justicia social, prosperidad y democracia de la que tanto hablan los continuistas liderados por Miguel Díaz Canel Bermúdez solo existe en sus discursos abundantes en coprofagia, donde, sin un mínimo de vergüenza, se burlan públicamente de sus leyes y de lo que hacen, algo que en un país democrático sería causa suficiente para una renuncia o un juicio político.

El proceso que un día fue proclamado por Fidel Castro como “la revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes” se ha encargado de autoaniquilarse. No hace falta una invasión extranjera ni otra revolución para demostrarlo, él mismo se ha aniquilado por su incapacidad económica y sus injusticias.

Si en Cuba se afianza un profundo pensamiento anticomunista ello se debe, ante todo, a la incapacidad de quienes un día nos hablaron de muchos sueños y terminaron convirtiendo nuestras vidas en una atroz pesadilla. Y encima, como si el pueblo fuera bobo, siguen encomiando al sistema.

Esa, no otra, es la realidad de nuestra patria este nuevo primero de enero.

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