MARGINALES
EN
TORNO AL EPISTOLARIO
DE
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ
Fernando Paz Castillo
(Esp.
“El Nacional”)
C
|
omo es natural, es el epistolario de un
poeta. De un poeta que, en arte, siempre tuvo como norma y oriente principal la
sinceridad, y en su vida la belleza, o mejor,
la poesía: la de los otros, que supo mirar
serenamente, con gran afecto, no obstante su temperamento díscolo; y la propia,
de la cual no estuvo nunca satisfecho, debido a su infatigable afán de
perfección. Pero que sin embargo amó hasta en lo que para él eran defectos en
su obra, los cuales se empeñaba en corregir tenazmente. Así como afianzar las
virtudes que le permitieron variedad de matices, múltiples, dentro de la unidad
incomparable de su estilo.
El volumen
“Cartas” que tengo a la vista, ha sido organizado por Francisco Garfias,
corresponde a una “Primera Selección” y tiene un prólogo de este erudito y
perspicaz comentarista de la vida y obra del poeta, el cual comienza así: “En
todos los proyectos de obra definitiva de Juan Ramón –innumerables y
contradictorias-, figura el propósito de recoger sus cartas en un volumen o en
varios, como interesantísima muestra de un género literario que a él le gustaba
cultivar con apasionamiento, sobre todo en ciertas épocas de su vida”.
Este amor por
las cartas nació, sin duda, en él, como en todos quienes las cultivan, aun
cuando parezca extraño, de su amor por la soledad. Pues el solitario busca
generalmente compañía a su espíritu en la correspondencia de seres dilectos,
conocidos o adivinados. El hombre que escribe cartas está habituado a hablar
solo. Y como confiesa Antonio Machado “quien habla solo espera hablar a Dios un
día”. Mas, entre tanto llega esta esperada, mística oportunidad, entretiene el
tiempo confiado entre distantes voces amigas.
Por los
alrededores de 1902, época del Sanatorio del Rosario, cuando lo conoció y
admiró Manuel Díaz Rodríguez, escribe a Darío:
“Me habla
usted de mi aislamiento. ¡mi aislamiento! Yo he sido siempre, como usted sabe,
un aislado; como que la soledad es buena amiga de la bondad y de la belleza”...
Con
frecuencia se encuentra en esta correspondencia de Jiménez (la cual comienza
con una carta fechada el 2 de junio de 1900, en Moguer, cuando el poeta frisa
apenas los 19 años y concluye con la dirigida en 1958 al conde de Mayalde,
Alcalde de Madrid)), unido el sentimiento de la belleza al de la bondad como
bien puede verse en el siguiente párrafo, en el cual agradece al conde el que
le haya dado su nombre de poeta a una escuela: “Yo no soy amigo de homenajes,
pero esta delicada muestra de deferencia me llena de gozo y satisfacción porque
de todos es conocida mi constante atención y predilección por los niños. Me
agrada mucho que los niños madrileños
lleguen a familiarizarse con mi nombre y con ellos estoy de corazón”...Pero
este homenaje poco tenía que hacer ya. Los niños de Madrid, los que han leído a
la sazón las fábulas de Samaniego y Hartzenbusch en España y en el mundo de
habla hispana, estaban, están y estarán familiarizados, antes de asistir a la
escuela, con el nombre de Juan Ramón Jiménez, porque todos, de un modo o de
otro, han montado, por los atardeceres, en su ciudad o aldea y entre perfumes huertanos en las ancas del
incomparable Platero. Libro “en donde la alegría y la pena son gemelas, cual
las orejas de Platero. Escrito por el poeta “sin saber para quién” y “remitido
a los niños sin quitarle ni ponerle una coma”, dice.
Pero el
poeta, que tiene una alma niña, acaso por ello mismo, también las tiene trágica
y amante de la soledad y de sus libros, y entre éstos los de Novalis y
Maeterlinck, ambos fervorosos del silencio. Por lo que es singularmente hermoso
el siguiente párrafo de “Platero y Yo”: “Donde quiera que hay niños –dice
Novalis- existe una edad de oro. Pues por esa edad de oro, que es como una isla
espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí tan
a su gusto, que su mejor deseo sería no tener que abandonarla nunca”.
“Isla de
gracia, de frescura y de dicha, edad de oro de los niños; siempre te haya yo en
mí vida, mar de duelo; y que tu brisa, me dé su lira, alta y, a veces sin
sentido, igual que el trino de la alondra en el sol blanco del amanecer”.
Su vida, “mar
de duelo”... Esto lo escribe Jiménez a los treinta y tres años de andar por el
mundo, generalmente entre halagos líricos, pero entre reclamos subjetivos.
Cuando ya era amigo de la incomparable Zenobia, y cuando ya había escrito en
carta anterior, “Zenobia ha creído de mí algo que dudaba... Su duda, a la que
yo he contribuido por esta terrible sentimentalidad mía, me había hecho pasar
unos días de tal amargura, María”. La confidente, María Martos era comprensiva,
como se ve en estas líneas de otra correspondencia suya: “Le mando una carta
para Zenobia. Le agradeceré mucho que se
la dé esta misma tarde, cuidando que la madre no la vea. Como ve usted va
cerrada. ¡Perdóneme! Yo sé que usted, aunque fuera abierta, no la leería: pero
lo hago por Zenobia. Nos sé si le gustaría que fuese sin cerrar. ¡Perdón otra
vez María y gracias!
Vive en
soledad, rodeado de sus propios temores y de sus propias... porque como
poeta... como el viajero de Nietzche, siempre está acompañado de su sombra.
Vive entre
amigos, y con la amistad de Zenobia, pero no obstante se siente solo, entre sus
afectos. Y ello lo expresa en toda su correspondencia, por ejemplo en la que
dirige a su madre, en 1914, de la cual son estos párrafos: “He recibido tus dos
cartas. Muchísimas gracias por su felicitación de Pascuas y mi cumpleaños. Esa
noche me acordé mucho de ustedes. Por la tarde estuve desde temprano hasta las
nueve en casa de Zenobia, pues mi invitaron ese día a que lo pasara con ellos.
Por la noche tuvimos aquí cena de solteros los que nos hemos quedado en la
Residencia estas Navidades y amigos sin familia en Madrid, a los que invitamos.
La cena fue a las doce y nos acostamos a las tres. Nada de fiesta, sino
conversación agradable”.
Y luego este gozo espiritual dentro del
“mar de duelo”. “Me pregunta usted por mis relaciones con Zenobia. Todo marcha
perfectamente. Es una familia admirable y ella un verdadero ángel”.
Y es notable, desde muy joven, el
interés de Jiménez por los libros de los amigos, contemporáneos suyos o màs
viejos. Libros que desea leer, pero con intimidad, adquiridos por efecto de los
autores y no en las librerías. Hermoso es al respecto el siguiente párrafo de
una carta suya, en 1902 a Don Miguel de Unamuno: “Tengo el gusto de enviar a
usted un ejemplar de mi libro “Rimas”. Le agradezco con toda mi alma que me
escriba dándome su sincera opinión sobre mis nuevos versos, y me atrevería a
rogarle que, si cree que el libro es digno de ello, se ocupe de él en algún
periódico, censurando todo lo que crea censurable, y señalando las relativas
bellezas. Y ¿será usted tan amable, que me enviará sus libros dedicados? Tengo
la monomanía de los libros dedicados”.
En este
fragmento es de notarse dos cosas. El afán de conocer sus defectos, o de confirmar
el conocimiento de sus propios defectos por la crítica de una voz amiga. Y el
sentimiento, o disciplina de su mente, de que la belleza expresada es relativa,
ni se considera la que por propios métodos, se puede lograr. Y en todo ello no
hay humildad, sino más bien orgullo firme. Puesto que toda idea de superación
es consecuencia del propio valer. Lo cual queda bien expresado, en concepto
mío, con este pasaje, de una de sus cartas, que por otra parte, dice mucho de
su obra: “Al pedirme usted unas “Poesías Escogidas” mías, para la “Colección
Universal”, me expresó su deseo de que yo eligiese, con un punto de vista
popular, aquellas por, por su espontaneidad y sencillez, pudieran llegar más
fácilmente a todos. Puesto a escogerlas, lo que yo tengo por más sencillo y
espontáneo de mi obra, coincidía siempre, como yo creo natural –y por esto
acepté su amable proposición-, con lo más depurado y sintético, dentro del tipo
de cada una de mis épocas”.
Y esta idea,
por lo demás muy suya, la aclara a renglón seguido: “Sencillo, entiendo que es
lo conseguido con los menos elementos: espontáneo lo creado sin esfuerzo”. Y
esto que parece simple, es profundo por simple. Y así se aclara en estas
palabras suyas: “Pero es que lo bello conseguido con los menos elementos, sólo
puede ser fruto de plenitud, y lo espontáneo de un espíritu cultivado no puede
ser más que lo perfecto”.
Por el año de
1902, Manuel Díaz Rodríguez conoció a Juan Ramón Jiménez. Entonces le escribió
una carta profética, publicada luego en “El Cojo Ilustrado”, en 1903. En dicha
carta le dice: “Apenas te conozco y sé que eres mi hermano”. Esta es la época
de “Almas de violeta”, “Ninfeas” y “Rimas”. De éstas se publicó en el mismo
número de “El Cojo” el poema “Primavera y Sentimiento”. Y desde esta época
hasta su muerte conservó Jiménez en la memoria el recuerdo afectuoso de “El
Cojo” y de Díaz Rodríguez. Yo se los oí elogiar alguna vez en Madrid, en su
Madrid del año treinta, entre melancólicas evocaciones. Y en este epistolario
hay dos... Y en esquela remitida al Ministro de Venezuela, excusándose de no
poder al homenaje a Díaz Rodríguez: “Acabo de recibir su invitación al almuerzo
en honor del Dr. Díaz Rodríguez, mi querido amigo”. Y que por su enfermedad,
tiene que privarse “de un placer tan
atractivo como éste a que usted me invita”.
Y en todo el
epistolario, se encuentra, aun en los resentimientos, el efecto generoso de
quien tanto supo querer la poesía.
(El Nacional, fecha no registrada por el investigador).
No hay comentarios:
Publicar un comentario